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El mayor desafío del presidente López Obrador será entregar, al final de su mandato, un Estado viable. Si algún contenido sustantivo ha de tener la llamada 4T ha de ser este: que México siga siendo México y que tenga proyección de largo aliento. El futuro presidente no solo está llamado a darle una orientación distinta a los poderes públicos sino a reconstruirlos.
Hoy tenemos un Estado débil y no parece que haya conciencia de ese hecho. No la tenemos, porque la presencia del brillo político ha sido tan abrumadora que hemos acabado por creer que puede hacerlo todo. Como si la voluntad política fuera el único factor que importa y como si no existieran condiciones objetivas capaces de oponerse a esa voluntad omnímoda. Fascinados por la retórica del poder, olvidamos que éste se realiza en el Estado, que es una organización de muchas voluntades que han de ponerse en armonía, y que debe ser capaz de hacer valer sus reglas con recursos limitados. En el Estado no hay demiurgos sino seres humanos que lidian con la terca realidad.
El Estado mexicano enfrentará en el próximo sexenio, de entrada, la fragilidad de su propia economía. El presidente López Obrador no gobernará un Estado rico. No tiene ingresos garantizados de antemano. La riqueza oscura del petróleo se acabó y nunca más volverá a ser el pozo inagotable de la administración pública. Hoy importamos mucho más del que vendemos y el cambio tecnológico ya está actuando en contra del futuro: el Estado mexicano no podrá volver a vivir nunca de las rentas simples de su naturaleza. Y ésta, por su parte, está siendo literalmente devastada, reproduciendo lo que Elinor Ostrom llamó la tragedia de los comunes: la explotación brutal de la riqueza actual —de la que va quedando— a cambio de la pobreza inexorable del futuro.
Tampoco hay impuestos suficientes. La mayor parte de la economía no contribuye y los dineros que hay están comprometidos en gastos que no pueden evitarse —a riesgo de suspender servicios públicos— y en deudas crecientes e impagables. Los responsables de la hacienda pública han reproducido exactamente lo que hemos hecho con la naturaleza: comprometer el futuro para salir del paso mientras gobiernan. Así pues, el federalismo completo se volvió ya fiscalmente inviable y en lugar de ayudar a los propósitos comunes, los está lastrando.
De otro lado, la república está hundida en la violencia criminal: una expresión inequívoca y trágica del estado que guarda nuestro Estado, que no sólo se expresa en la ineficacia de las policías sino en la del sistema judicial. El incumplimiento de la ley comienza por quien la quebranta y termina por quien la deja impune. La mayor prueba de debilidad del Estado mexicano está en su impotencia para someter a quienes lo desafían, individual o colectivamente, pasando por encima del derecho un día sí y otro también.
Y por si estos retos no bastaran para comprender la tarea que le espera al futuro presidente, hay que añadir que el sistema de intermediación política —líderes, sindicatos, organizaciones, cámaras empresariales y partidos— está hecho pedazos y enconado. ¿A quién llamará el futuro presidente para pedirle ayuda cuando le haga falta? ¿O acaso alguien cree, de veras, que podrá hacerlo todo por sí mismo? No es posible. Ningún Estado puede gobernarse sin el respaldo de una amplia coalición capaz de compartir criterios y objetivos. No todo es guerra ni pugna entre contrarios. Desde la cabeza del Estado, lo importante no es crear conflictos sino conducir a la organización y resolver problemas.
He escuchado cien veces que López Obrador será uno de los presidentes más poderosos de la historia mexicana. Disiento: es ya un líder histórico y será uno de los presidentes más legítimos, sin duda. Pero el Estado se cocina en otras ollas. Y las que hoy tiene México, por donde se mire, están rotas y oxidadas.
Investigador del CIDE.