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Fue en la séptima edición anual del seminario internacional de la Red por la Rendición de Cuentas donde Irma Eréndira Sandoval, la futura secretaria de la Función Pública, anunció que el próximo gobierno relanzaría el servicio profesional de carrera. Ese proyecto que nació a tientas durante el sexenio de Vicente Fox y que se truncó de plano en los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto volverá, nos dijo, a cobrar aliento.
El servicio de carrera renovado podría traerle aire fresco al ambiente ominoso que está campeando en las oficinas gubernamentales, amenazadas por la reducción de plazas, sueldos, prestaciones, certezas y horizontes. La futura secretaria dijo que pondrá en marcha un sistema nacional de evaluación del desempeño que acabe “con la utilización facciosa de los puestos en la administración pública”; ofreció garantías para el “desarrollo profesional de los servidores públicos que han pugnado por el mérito”, y desechó tajantemente los nombramientos basados en la identidad política. Ese discurso pasó casi inadvertido, pero el proyecto podría convertirse en la columna vertebral de la gestión pública en el próximo sexenio.
Mientras se debate el futuro del sistema nacional anticorrupción boicoteado por tirios y troyanos obsesivamente concentrados en perseguir o defender corruptos, por primera vez se planteó una propuesta que quiere ir a la causa principal de casi todas las desviaciones, los abusos y las negligencias: la captura infame de los puestos públicos como botín de guerra de los vencedores en las urnas. Y con ella, el secuestro de los presupuestos y las decisiones, convertidos en armas para seguir en el poder.
Las oficinas públicas se han construido a lo largo de la historia mexicana como si fueran aparatos de partido: a ellas no suelen entrar quienes acreditan méritos profesionales sino quienes están más cerca de los poderosos; no se quedan ni ascienden los mejores, sino quienes demuestran la mayor lealtad política; y no son evaluadas con objetividad, porque lo fundamental en ese entorno no es ofrecer los mejores resultados sino acumular influencia. Por eso hay tantas y tan profundas desigualdades en las burocracias del país: una enorme mayoría de servidores públicos que hacen milagros para darle vida a los gobiernos y que se dejan la piel por conservar su trabajo cotidiano sin reconocimiento ni esperanza, frente a un puñado de funcionarios que los manejan como si fueran ejércitos de mercenarios.
El presidente electo se ha dolido, con razón, de los abusos y de las trampas cometidas por quienes encarnan las administraciones públicas de México y ha anunciado que promoverá la austeridad y el espíritu republicano. Pero le falta precisar y matizar: esa ofensiva no puede enderezarse a rajatabla ni parejo, porque además de producir una injusticia se estaría disparando a los pies. Le guste o no, será con los burócratas a quienes ha ofendido, con quienes tendrá que gobernar. Y debe saber que entre ellos, la gran mayoría estará dispuesta a ganar menos, siempre y cuando les ofrezca un horizonte profesional de largo aliento, basado en los méritos acreditados con objetividad. Debe saber que una cosa es la austeridad y otra la dignidad y que ambas no está reñidas de antemano. Y debe comprender que hacer gobierno no equivale a hacer partido. Esa confusion ya la vivimos con el PRI y el PAN durante décadas y sabemos de sobra el daño que produce.
Por eso es muy alentador el anuncio hecho por Irma Eréndira Sandoval. Si el próximo gobierno se propone romper la maldición fundamental de la administración pública de México y se opone al reparto del botín de guerra, habrá sembrado uno de los cambios de mayor calado en la historia mexicana. Pero hay que hacerlo en serio y desde un principio. Como diría nuestro maestro: que los hechos hablen.
Investigador de CIDE