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Es urgente producir un sólido consenso sobre la forma en que se combatirá la corrupción en México. No me refiero solamente a una declaración política sino a la estrategia puntual que articulará las acciones del Estado mexicano para impedir que ese cáncer siga matando instituciones, minando la eficacia del país e inoculando desconfianza en casi todas nuestras relaciones.
Es urgente, porque la falta de consensos en torno de ese tema puede abrir la puerta para devastar la credibilidad del régimen en cualquier momento. El próximo gobierno debe comprender que su propia fuerza puede depender de la fortaleza de las instituciones destinadas a prevenir y corregir la corrupción en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. Por eso debe actuar de prisa para construir respuestas prácticas a ese fenómeno, comenzando por su definición causal.
Hay que zanjar de prisa ese debate y diseñar muy pronto la política que habrá de seguirse a lo largo del próximo sexenio, pues la sola existencia de la duda sobre esa delicadísima materia es ya una puerta abierta para minar los cimientos del Estado mexicano, tal como ha sucedido de manera sistemática en buena parte de América Latina. Es indispensable atajar ese riesgo antes de que la falta de respuestas puntuales sirva a los enemigos del Estado o del futuro presidente López Obrador, como ariete para someterlo.
Según Marta Lagos, la directora ejecutiva del Latinobarómetro 2018: “En Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá, Ecuador, Perú, Brasil y Argentina, 18 ex presidentes y vicepresidentes han estado involucrados en escándalos de corrupción, condenados, acusados y procesados. Se trata de 10 casos en Centroamérica, más Perú, Argentina, Uruguay y Brasil”. El común denominador de esos casos, añado, ha estado en la idea de la venganza. Una estrategia diseñada para cortar cabezas en la parte más alta del Estado, dejando intactas las razones que permitieron esos hechos, con una evidente vinculación internacional.
Dice Lagos: “La empresa Odebrecht y su involucramiento en la política de la región es un hecho a destacar. En total son nueve los presidentes de América Latina que se han visto acusados de vinculaciones con la empresa brasileña Odebrecht. Estos hechos han dañado las democracias de la región (que tiene su peor momento desde que se mide), deslegitimando el poder político y malogrando la imagen de la política. Nunca en la historia de la región había habido una institución privada que dañara la democracia de esa manera como lo ha hecho esta compañía (…) El último caso es del 21 de marzo de 2018, cuando el presidente del Perú Pedro Pablo Kuczynski renunció a la presidencia ante las acusaciones de supuestos lazos con la empresa brasileña Odebrecht evitando así ser destituido por el Parlamento”.
No hago conjeturas, pero sumo dos más dos: sin una definición clara y sin una estrategia puntual para atajar ese fenómeno, los estados nacionales se hunden, pues su soberanía y sus instituciones democráticas quedan atrapadas en una espiral incontrolable. Por eso, es necesario prever esa embestida y adelantarse a ella. Cito nuevamente a Marta Lagos: “Los pueblos de América Latina quieren prosperidad y desarrollo, no hay evidencia de una demanda de autoritarismo (pero) sí hay evidencia de que quieren orden y ausencia de violencia. Quienes interpretan la demanda de mano dura como una demanda de autoritarismo contra la violencia, le están regalando el camino a la derecha radical”. Y el argumento principal para justificarlo ha sido la denuncia de la corrupción.
Cierra Marta Lagos alertándonos de que “2018 es el peor año para la región desde que Latinobarómetro empezara a medirla en 1995. (…) La percepción de retroceso es la más alta en 23 años. En el momento en que menos vale la política, más importancia tiene”.
Investigador del CIDE