Aun con tropiezos y dificultades, la respuesta del gobierno de la CDMX al cataclismo del 19 de septiembre se había venido desplegando por la ruta correcta, hasta que las ambiciones políticas se cruzaron en el camino para ponerla en jaque. El decreto de presupuesto de egresos de la Ciudad amenaza con descarrilar un conjunto de decisiones que estaban inyectando confianza y sentido de largo aliento a un proceso que, ya de suyo, reclama dosis iguales de transparencia, responsabiidad y solidaridad.
Al principio, el gobierno local respondió con los medios que tenía a mano para organizar las primeras respuestas a la emergencia, salvaguardar la integridad física y garantizar la prestación de servicios, después estableció una comisión encargada de coordinar la tarea, promovió una Ley para la Reconstrucción, Recuperación y Transformación de la CDMX, emitió nuevas reglas de construcción y nuevos protocolos de atención a los ciudadanos y, más tarde, publicó un programa ejecutivo con sentido de largo aliento.
Las piezas maestras para darle viabilidad y coherencia a ese conjunto de decisiones plasmadas en el programa, estaban en la capacidad de coordinación otorgada a la Comisión de Reconstrucción, en la información proveída a los ciudadanos a través de la plataforma electrónica destinada a imprimir transparencia a todo el proceso y en el establecimiento de un fondo único para evitar la dispersión, la captura y la opacidad del dinero destinado a esos fines. Se trataba de un diseño sensato y urgente: un mecanismo para organizar el trabajo, un medio para informar y rendir cuentas públicas y un fondo financiero integrado con todos los recursos disponibles para cumplir la tarea.
La primera piedra apareció diluida en el segundo párrafo del Artículo 109 de la Ley para la Reconstrucción. Con una redacción sibilina, la Asamblea Legislativa quiso poner pie en las decisiones ejecutivas y en el uso de los dineros, estableciendo que: “El Órgano Legislativo, a través de su Comisión de Gobierno supervisará, vigilará y propondrá el ejercicio de dicho Fondo” cuya administración, sin embargo, quedaría a cargo de la Secretaría de Finanzas del Ejecutivo, a partir de las prioridades establecidas por la Comisión de Reconstrucción. Esa misma ley dice que el titular de esta última “deberá entregar mensualmente un informe a la Comisión de Gobierno del Órgano Legislativo sobre las erogaciones y destino de los recursos del Fondo de Reconstrucción y, una vez auditado por el órgano de control interno, se integrará a la Plataforma CDMX”.
Hasta ahí, santo y bueno: el órgano legislativo quiso darse facultades para proponer el uso de esos dineros y afirmar las que ya tiene para vigilar y supervisar el ejercicio del gasto, exigiendo informes. El problema vino después, el 31 de diciembre del 2017, con el Decreto de Presupuesto de Egresos de la Ciudad, en el que los diputados dieron un paso más, para establecer que: “El Órgano Legislativo a través del Presidente y Secretario de la Comisión de Gobierno y del Presidente de la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública autorizará; supervisará; vigilará y propondrá el ejercicio de los recursos asignados en las fracciones I, II y IV del presente artículo”. El Artículo 14 de ese decreto, que incluye el ejercicio de 8 mil 772 millones de pesos.
Los diputados añadieron al verbo proponer, el verbo autorizar. Y con esa magia verbal, se hicieron del control del fondo que quiere recuperar y transformar a la CDMX y, con una palabra, sometieron todo el diseño de la reconstrucción a su voluntad soberana. Y todo esto, en medio del proceso electoral que está en curso y de la necesidad urgente de rescatar esos recursos de cualquier sospecha de uso político. Es indignante e inaceptable. Si eso no cambia, todo el esfuerzo previo se vendrá abajo. Así no se puede.
Investigador del CIDE