¿Cómo se habrá sentido la gente el 27 de septiembre de 1821, cuando el Ejército Trigarante entró a la Ciudad de México? ¿O el 15 de julio de 1867, cuando Juárez volvió a la capital para restaurar a la república? ¿O el 25 de mayo de 1911, cuando Francisco León de la Barra tomó las riendas del ejecutivo, tras la renuncia de Porfirio Díaz? ¿Hubo entre los mexicanos un sentimiento parecido al que recorre las venas del país el día de hoy? ¿De veras estamos en el umbral de una cuarta transformación?
No es la primera vez que mi generación vive esta sensación de cambio: algo parecido ocurrió el 2 de julio del 2000, cuando supimos que Vicente Fox había ganado la Presidencia del país, pero la algarabía duró muy poco. Esta es más profunda, pues es la primera vez desde que Lázaro Cárdenas fue designado presidente en las postrimerías del Maximato (designado, digo, pues en aquella época las elecciones eran una farsa) que un líder popular de izquierda asume las riendas del Poder Ejecutivo Federal y la primera, a secas, como producto de elecciones democráticas.
Sabemos que el triunfo de López Obrador obedeció a dos razones: de un lado, su tenacidad para convertirse en el líder indiscutible de la oposición al régimen y, de otro, el rechazo casi generalizado a los excesos del sistema de partidos. No llegó afirmando, sino negando. Pero una vez en el poder, la negación debe volverse proyecto de gobierno y el líder de la oposición, jefe de Estado. Desde esa investidura, paradójicamente, las restricciones serán mucho más severas que desde la libertad que ofrece el océano de la rebeldía.
A partir de hoy, el señor presidente de la República ya no podrá hacer denuncias en la plaza pública sin hacerse cargo de las consecuencias que se deriven de ellas; ya no podrá sintetizar el mundo entre dos polos opuestos, sin emprender una ofensiva oficial en contra de quienes estén del otro lado; ya no podrá llamar a la revuelta de los ofendidos sin ofrecerles una respuesta puntual del Estado mexicano; ya no podrá acuñar frases contundentes sin garantizar que las palabras se vuelvan decisiones. A partir de hoy, la ética de la convicción tendrá que matizarse con la ética de la responsabilidad y nadie sensato, nadie de buena fe, podrá exigirle que siga actuando como antes.
Me preocupa la polarización. Supongo que en aquellas fechas memorables se vivió algo similar: unos a favor y otros en contra, incapaces ambos bandos de poner pie en la realidad tangible y dispuestos, ambos, al agravio y la descalificación. Como suelen decir en Yucatán: todo exceso es mucho. Y en los umbrales del gobierno nuevo, es un lastre. Los furiosos partidarios de AMLO le están haciendo un favor muy flaco, presentando sus ideas como cosa irrebatible o, peor aún, como el principio de una venganza ideológica y política donde nadie más que ellos podrán tener razón y todos los demás habrán de quemarse en las hogueras. Si se obstinan, acabarán cavando la tumba de las expectativas que acumulan, porque han de saber que la conducción del Estado mexicano es cosa mucho más compleja que decir discursos, ganar debates con anatemas o salir a protestar. Como aconsejaba Churchill: “ante la victoria, magnanimidad”.
El mayor desafío del señor presidente de la República ya no será vencer, sino convencer. Pasar del dicho al hecho, en paz. Que sea cierto que “Por el bien de todos, primero los pobres”; que la honestidad se haga rutina; que se recupere la seguridad por la colaboración social y no por la extensión de la guerra. Que no recordemos el 1 de diciembre del 2018 por la entrada de los vencedores, sino por sus resultados. He vivido tanto tiempo mirando estatuas incapaces de moverse ante su egolatría, que me revuelve la idea de estar fundiendo el bronce para la siguiente. Que muera la estupidez política y que viva México. Ojalá.
Investigador del CIDE