Mauricio Merino

Consummatum est

02/07/2018 |04:04
Redacción El Universal
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Escribo a sabiendas de que este artículo verá la luz en las primeras horas del Día Después y con plena conciencia de que hoy, 2 de julio, habrá comenzado a escribirse otra página de la atribulada, conflictiva e impredecible historia de México. Llevo meses pensando, imaginando y tratando de comprender cómo será el nuevo episodio. Y estoy consciente de que los diarios se llenarán con los datos del conteo rápido de las elecciones, con las encuestas de salida de las casillas, con la aritmética y el cálculo de los resultados.

Mientras escribo, confío en que a pesar de todo no haya sorpresas que rompan los frágiles equilibrios que todavía sostienen a México y que aún ofrecen alguna esperanza de organizar nuestra vida en común sobre la base de los principios que exige la palabra democracia. Confío en que las malas artes que se desplegaron antes y durante la jornada de ayer hayan sucumbido ante una ola imparable de votos libres y quiero creer que las autoridades electorales han sido capaces —y lo serán en los próximos días— de procesar esa voluntad con diligencia. Necesito creer que la vida del país será mejor a partir de ahora.

Sin embargo, he vivido entre libros y datos que me interpelan y convivo entre personas que, de un lado, celebran como si ya hubiesen ocurrido todos los cambios que tendrían que ponerse en marcha para alumbrar una nueva época y otras que, con devoción semejante, anuncian el caos y se preparan para la resistencia. No me siento cómodo con ninguna de ellas y no consigo situarme en ninguna de esas conversaciones. No soy partidario del pesimismo pero no consigo derrotar el escepticismo. Me gustaría moderar a quienes celebran y persuadir a quienes lamentan la llegada de esta mañana, pero ni unos ni otros escuchan. Son tantos los agravios, tantas las violencias, tantos los desencantos y tantos los desencuentros que las razones han tenido que cederle su sitio a las emociones.

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Sumo las mías: nada podrá cambiar de un día para otro y nada podrá mantenerse intacto. Hace mucho aprendimos, con De Tocqueville, que ni siquiera las revoluciones que modifican la distribución del poder por las armas consiguen quebrar las inercias que están arraigadas en la cultura de un pueblo. Los que tienen prisa tendrán que tener paciencia y los enfadados con los resultados de esta mañana, tolerancia. Les guste o no, tendrán que seguir conviviendo y tendrán que ponerse de acuerdo, porque más allá de sus preferencias hay límites que no habrán cambiado los votos: cada quien tendrá que jugar un rol institucional mientras la nueva clase política del país —no sólo el presidente de la República— toma los mandos y asume la responsabilidad que le ha sido asignada.

En los próximos días habrá mucha bruma y quizás humo. Habrá que despejar la primera para descubrir poco a poco quiénes tendrán la mayor responsabilidad en los poderes legislativos y quiénes en los gobiernos locales, y prepararse para apagar cualquier fuego, venga de donde venga. A partir de hoy, será más urgente que nunca privilegiar la mayor de las cuatro virtudes: la prudencia, que no pide renuncia ni retroceso, sino sabiduría práctica para hacer. Nadie podrá solo y nadie debe abandonar la batalla, porque nos esperan tiempos difíciles. Quizás mucho más difíciles que los anteriores.

Todas las piezas del tablero político se han movido. En cambio, permanecen las causas que han generado las mayores violencias, la desigualdad y la corrupción. He ahí los enemigos vigentes el día después de las elecciones que no se rendirán a los resultados. Contra esas plagas tendrían que volcarse todas las energías, más allá de la posición que cada uno ocupe y a sabiendas de que el Estado es la organización política superior de la sociedad. No de unos cuantos, sino de toda la sociedad. Consummatum est.

Investigador del CIDE