No hemos dimensionado el entuerto migratorio en el que nos encontramos. Y aunque mucho se ha escrito, no sobra recordar los dilemas políticos y éticos a los que se enfrenta el gobierno. Me atrevo a decir que estamos a un paso de que una crisis humanitaria nos estalle en las narices.
Las caravanas centroamericanas empiezan a aumentar desde octubre y noviembre del año pasado con el gobierno anterior. Así que el problema no empieza con este gobierno, es de larga data. Y me queda claro que el Presidente López Obrador no tiene una veta antiinmigrante, tanto así que ofreció visas humanitarias y de trabajo a los migrantes cuando llegó a ocupar Palacio Nacional. Eso generó una enorme expectativa entre todos aquellas personas que anhelan escapar de condiciones de vida paupérrimas, ya no sólo de Centroamérica, sino de otras latitudes: Cuba, África, Haití, Venezuela, etcétera. Lo que nunca imaginó este gobierno es que esa expectativa se iba a materializar casi de inmediato: desde entonces aumentó estrepitosamente el número de migrantes a México (en febrero 2019 habían ya cruzado 268 mil 44 personas), no con miras a quedarse en nuestro territorio, sino para cruzar a Estados Unidos, su destino final. En política, la palabra sí modifica mundos.
Después, la historia es conocida. Trump se enoja, nos manda a su yerno, y amenaza con imponer aranceles si no detenemos el flujo migratorio. México acusa recibo, despliega 25 mil efectivos de la recién creada Guardia Nacional en las fronteras sur y norte. EUA nos otorga 45 días para dar resultados. Y efectivamente empezamos cumplir con nuestra encomienda: comienza a bajar el número de migrantes que llegan al Río Bravo. Nos visita Pompeo, se cruzan números, y nos pone una estrellita en la frente: logramos reducir el flujo migratorio en un 36% en ese plazo. Pasamos el examen. Todos en el gobierno respiran hondo, con alivio, mientras Pompeo nos avisa que habrá otro examen en otros 45 días. A seguir estudiando.
Lo que no sé si hayamos aquilatado es lo que implica ese examen y su consecuente preparación para ser laureados. Implica que vamos a seguir viendo fotografías como las que circularon esta semana en redes sociales. Tengo en mi cabeza la estampa de una madre aferrándose a su hijo, sollozando, y suplicándole a un hombre uniformado, envuelto en esos colores descafeinados, con arma en mano, miembro de la Guardia Nacional, que la deje cruzar allende el Bravo; no porque haya escogido ese plan de vida, no porque deseé estar allá, sino porque no desea estar en su país de origen, ni en México. La razón es sencilla: no se siente a salvo en ninguna de las dos partes. Y porque, que no se nos olvide: tiene derecho a buscar una vida mejor, ese es el basamento, y no otro, del derecho humano a migrar.
Tampoco estoy seguro que el gobierno se haya percatado de la inmensa contradicción en la que cayó en menos de un año. Recuerdo que Kafka en su obra “El Proceso” incluyó un relato titulado “A las puertas de la Ley”. Va más o menos así: un hombre de campo pide entrar en La Ley, pero un portero le impide la entrada. El hombre, entonces, pregunta si es posible entrar. El portero responde que, en efecto, es posible. Pero no por el momento. El hombre del campo espera, y espera, y espera durante años sentado al lado de la puerta, hasta que ya agonizando de vejez y cansancio, le pregunta al portero: “Todos se esfuerzan por llegar a La Ley, ¿cómo es que en todos estos años nadie excepto yo ha pedido que le dejen entrar?” A lo que el portero responde: “Nadie más podía tener acceso por aquí, puesto que esta entrada estaba destinada sólo para ti. Ahora me voy y la cierro.”
México, y me da pena decirlo, se comportó como el portero de Kafka: le dijimos a los desprotegidos de varios países que teníamos una puerta sólo para ellos. Y se las cerramos en la cara. Me imagino que el Presidente no ha de estar contento.