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“Benito Juárez es el mejor presidente de México”. Esto lo repite AMLO ininterrumpidamente. Si bien no miente, debería anteponer la expresión de respeto al nombre de pila para quedar don Benito. Esto me enseñó mi padre oaxaqueño: los mexicanos deben referirse siempre a don Benito. Siendo tal la admiración que AMLO siente por el presidente liberal, no se entiende porqué el afán contumaz de negarlo en los hechos. AMLO se puede convertir en el antiJuárez de la historia.
La más reciente negación de las ideas juaristas ocurrió en Tijuana. En un acto de Estado encabezado por el Presidente de la República para ratificar la amistad con el pueblo de Estados Unidos y celebrar que EU no impondría tarifas arancelarias. La participación, en sendos discursos del conocido Padre Solalinde y de otro personaje, no tan conocido, Arturo Farela, cuya ocupación es ser Representante Nacional de las Iglesias Evangélicas, es un atentado al ideario del Benemérito. ¿Qué hacían dos ministros del culto ocupando el estrado público, arengando evangélicamente a las huestes morenistas en el espacio reservado a los funcionarios del Estado elegidos por el pueblo?
El Padre Solalinde declaró que no fue un acto partidista, así lo haya organizado Morena en BC, y confirmó su adhesión a “nuestro presidente Andrés Manuel”. El padre tuiteó: “la convergencia de la vidersidad (sic) humana construyendo el bien común. México somos todas y todos de cara al capitalismo”.
Otro ministro de los cultos, Arturo Farela, declaró extasiado que fue AMLO el que lo invitó personalmente a estar y hablar en la ceremonia de la dignidad. Dijo en su homilía que había que dar gracias a Dios que “puso orden en el gobierno estadounidense y en el gobierno mexicano partiendo de la justicia social”.
“Vecinos ya no distantes”, dijo el presidente en extraña alegoría refiriéndose a los del norte, olvidando el trato denigrante y discriminatorio que afecta cada día a millones de compatriotas que viven a la sombra en ese país capitalista que quiere encarar Solalinde. Paradójicamente vecinos distantes son también los del sur, otrora hermanos hondureños, guatemaltecos y salvadoreños que en estos episodios de extrañas concesiones, que no negociaciones, están fuera del escenario: fantasmas distantes como sugirió en esta página Enrique Berruga, hace una semana.
Don Benito Juárez, que tanto dice admirar el presidente, no era un hombre con las únicas virtudes de la impasibilidad, la constancia y el temple; no era un gran estadista, ni un visionario como se ha hecho creer. Don Benito, como lo describe la Historia Moderna de México, de Daniel Cosío Villegas, era un hombre de principios, “que no es lo mismo y es mejor”.
Defender las instituciones: soberanía nacional, federalismo, división de poderes, apego a la ley, separación de la Iglesia y el Estado, laicismo, ése fue el gran mérito de don Benito que se forjó en los párrafos constitucionales que hoy rigen y también se olvidan.
No era don Benito un ideólogo teórico sino un apasionado de la política. Tal vez por ello se rodeó de las grandes mentes del siglo XIX mexicano. Entre ellos, Francisco Zarco, el padre del periodismo intelectual, dejó este párrafo: “Los ministros de Jesucristo no quieren ni pueden mezclarse en los mezquinos negocios temporales. Sus funciones en la tierra son mucho más sublimes que las disputas políticas y los intereses del partido”.
La lectura del artículo 130 constitucional deja claro el patético papel de estos nuevos salvadores de la patria.
Profesor UNAM. @DrMarioMelgarA