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Cada seis años, después de una elección presidencial, la materia electoral regresa a las agendas legislativas. En México ese libreto se ha repetido en forma ininterrumpida, dando lugar a importantes mejoras en el sistema electoral. La ciudadanización de las instituciones comiciales, la creación de un sistema de medios de impugnación en materia electoral y la puesta en marcha de mejores reglas para la fiscalización de los recursos que gastan los partidos son —entre muchas otras— reformas que resultaron de la evaluación rigurosa de los comicios de cada momento.
Este año es distinto. La arena política comenzó a discutir la idoneidad de mantener o no a los institutos y tribunales locales, sin partir de un diagnóstico medianamente serio. Para algunos, desaparecer a los “OPLES” es la solución a un problema que no existe.
El problema es grave, pues dejar a los estados del país sin instituciones capaces de administrar la elección de sus propias autoridades desquebraja por completo el pacto federal. Implica reconocer que una de las más importantes facultades que constitucionalmente preservaron las entidades federativas debe ser transferida al centro.
¿Se justifica una decisión de tal calibre? Pienso que no. De hecho, muchos de los atributos más importantes del sistema electoral mexicano tienen su origen en los institutos y tribunales locales. Se trata de instituciones con décadas de experiencia, por lo que —en lugar de clausurarlas— deben ser fortalecidas. En palabras de IDEA-Internacional: “Sin un sistema viable de elecciones locales, las transiciones a la democracia quedan incompletas”.
Un primer paso para fortalecer a los institutos locales pasa por defender su autonomía. Ésta es indispensable para evitar que gobiernos, congresos o poderes fácticos quieran interferir de modo indebido en los resultados electorales. La designación paritaria y meritocrática de quienes ocupan las consejerías locales fue un logro importante del 2014. El reto ahora está en garantizar que estas instituciones tengan sus propios recursos. Los últimos años están llenos de experiencias vergonzantes de poderes locales que buscaron ahorcar presupuestalmente a los OPLES.
En segundo lugar, habría que valorar la historia de las instituciones electorales locales y su contribución al sistema electoral mexicano. Las urnas electrónicas de Jalisco y Coahuila, las candidaturas independientes de Zacatecas, la educación cívica de Jalisco y la certificación internacional a la calidad de los servicios que brinda la Ciudad de México, son algunos botones de muestra. ¿Cómo ponderar adecuadamente las contribuciones locales a la democracia mexicana, sin detenerse en el trabajo de institutos electorales como el de Oaxaca que lidia con centenas de sistemas normativos indígenas?
El tercer desafío, entonces, es el de garantizar niveles óptimos en las elecciones de cualquier lugar del país, sin sacrificar la creatividad que ha caracterizado a los institutos locales por décadas. En ese sentido, resultan trascendentes las funciones regulatorias y de supervisión del INE. La autoridad nacional puede dictar las medidas que garanticen ese piso mínimo para las elecciones en el país, pero dejar que cada entidad federativa explote sus atribuciones al máximo potencial. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, se cuenta ahora con una autoridad nacional eminentemente técnica que puede estudiar las conductas de los órganos locales y —en su caso— sancionar cualquier desviación.
Cuando en 2013 el PNUD estudió a los órganos electorales locales de Asia, detectó que éstos enfrentan problemas distintos que las autoridades nacionales, derivados de su mayor cercanía con la gente. El programa de Naciones Unidas recomendó mantenerlos como laboratorios de buenas prácticas y mantener afinada su sincronización con otros niveles de toma de decisiones.
La coordinación es posible. No le temamos a la autonomía electoral.
Doctora en Derecho por la UNAM.
Consultora en temas de mujeres e indígenas