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Dicen que la corrupción es uno de los factores que explica el resultado electoral del primero de julio. Los jóvenes reclamaron una política honesta para poder ser dignos de confianza y por ello del voto. Viéndolo así, los casos de corrupción y de impunidad del sexenio, sumados a los grotescos escándalos protagonizados por gobernadores del PRI, generaron tanto rechazo en la sociedad que ésta se volcó a las urnas masivamente para apoyar a quien ofrecía en su discurso una “regeneración moral” de la vida pública.
Ganó un candidato que mostró dureza señalando la corrupción. Pero la evidencia hasta ahora no parece indicar que como Presidente dará solución al hartazgo social. Los voceros del morenismo hacen verdaderas maromas (como dicen en Twitter) señalando como lamentables coincidencias las sentencias que liberan o bien interpretando declaraciones. Por ejemplo: vino el escándalo derivado de una investigación sobre desvíos millonarios en la Sedesol y la Sedatu en los que se vio involucrada Rosario Robles. Sin más prueba que su santa voluntad, López Obrador dijo que ella era “un chivo expiatorio” como si no se tratara de una de las grandes y valientes investigaciones de profesionales del periodismo. Apenas se venían calmando las aguas de la tormenta de críticas que desató esa declaración, cuando la justicia mexicana nos regala otra perla: Javier Duarte, símbolo de la corrupción del PRI, se declaró culpable. ¿Su sentencia? 9 años de cárcel como máximo con posibilidad de llegar a 3 años y alrededor de 58 mil pesos de multa. Todavía quedan muchas preguntas, dudas y denuncias al respecto.
La sociedad mostró una vez más su indignación. Pero esta vez el enojo viene acompañado de decepción y amargura, algo que me parece triste y peligroso. Los que votaron por AMLO tratan de deslindarlo de todas estas decisiones judiciales, especialmente de la de Duarte. Pero se quedan con sabor amargo, porque saben bien que fue el mismo López Obrador quien en abril de 2017, cuando el ex gobernador fue capturado, declaró en Twitter: “Detienen a Duarte para simular que combaten la corrupción. Pero el pueblo no se conforma con chivos expiatorios, quiere la caída del PRIAN.” Los que no votaron por AMLO no han tardado en señalar la posible correlación entre estas declaraciones y el risible castigo al acusado, pues juzgan imposible que Peña Nieto haya corrido el riesgo político de ayudar a Duarte sin haber “planchado” algún acuerdo con AMLO. Pero al final, no importa de qué lado esté uno en esta creciente polarización política: el hecho es que la sentencia de Duarte nos deja con muchas dudas a todos, con mucha menos esperanza que antes de las elecciones.
Lo esperado es que un líder como el presidente electo compartiera la indignación de la sociedad ante esta deformación de la justicia. Se esperaría que, en vez de andar de gira como si fuera candidato, se sentara a diseñar un plan para avanzar en nuevas medidas anticorrupción, que realmente prevengan y detecten a tiempo estos casos para castigarlos. O que por lo menos dé señales de apoyar lo que ya se había construido: el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Tristemente, dudo mucho que esto ocurra. Hoy, prácticamente nadie habla del SNA, una propuesta institucional integral que había generado esperanza de que las cosas podrían cambiar en México. Al parecer los creadores de este sistema han preferido los foros que exigir la atención y el cumplimiento de una propuesta que aplaudieron por su verdad más allá de quién gobernaba.
Lo dije en la campaña y lo repito ahora: la solución a la corrupción no provendrá de quienes han hecho de ella un modo de vida, ni de quien exonera a cualquier corrupto que se pase a su bando, dispuesto a adorar su figura. Es tiempo de revisar la trayectoria patrimonial y la conducta pública de esos falsos profetas que denuncian la corrupción al mismo tiempo que la defienden y la justifican. Para enfrentar este mal, tenemos que hacer que las leyes se cumplan y que las instituciones funcionen. Se llama Estado de Derecho.
Abogada