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A la UNAM, la aprendí a querer a través de mi papá, quien además de ser egresado, fue durante décadas profesor de Derecho Civil en la Facultad de Derecho. Por mucho tiempo, las vacaciones de julio y agosto las pasé con mis hermanos en los campos de entrenamiento de futbol americano, en el estadio de prácticas y en el estadio olímpico. Ahí aprendí a gritar el “Goya”, a admirar la impresionante arquitectura de Ciudad Universitaria y a valorar el lema de la UNAM, creado por José Vasconcelos: “Por mi Raza, hablará el Espíritu”.
Más allá de anécdotas personales, la UNAM es una expresión clara de lo que pasa en nuestro país y por su importancia debe ser tema prioritario de interés para todos. Y hay que decir algo: la crisis de inseguridad que hoy vive la UNAM se ha gestado por varios años. El último evento, el ataque de los “porros” del 3 de septiembre, se suma a una serie de hechos violentos en los últimos tiempos en los que una cosa es ya evidente: hay que cambiar urgentemente la política de seguridad de la UNAM.
Me explico: la UNAM se ha convertido en un micro-cosmos de lo que ocurrió en México desde hace años: las actividades que violaban el reglamento universitario fueron toleradas, primero porque se consideraban “expresiones” estudiantiles, como las tomas de auditorios, los cierres de planteles y facultades o la toma de autobuses, o porque se trataba de violencia organizada con fines políticos (los grupos de “porros”). Después, cuando comenzaron a enfrentar a bandas organizadas para el tráfico de drogas, las autoridades encontraron que sus instrumentos de seguridad (“Auxilio UNAM”) simplemente no tenían la capacidad para enfrentar un fenómeno así. Pero en vez de reforzar sus capacidades, permitieron el crecimiento del problema, porque “no vayan a creer que nos metemos con los estudiantes” pero son ellos las principales víctimas. Hoy literalmente hay heridos en el propio campus de Ciudad Universitaria, las autoridades de la UNAM se ven rebasadas por la realidad y limitadas por el tótem de la “autonomía universitaria”, que vuelve la intervención de las autoridades externas un tabú. “Auxilio UNAM” es parte del problema y no de la solución.
Si la policía de la Ciudad de México —o la Policía Federal— no pueden o no deben hacerse cargo de la seguridad en la UNAM, ¿cuál es la salida? ¿Dejar las cosas como están porque la UNAM es “territorio autónomo”? ¿Crear una policía especial de la UNAM? Sabemos que es una institución que tan solo para el 2018 tiene un presupuesto integrado de 43 mil millones de pesos. Pero ¿debería gastar la UNAM en tener su propia seguridad? ¿Debería ser una policía armada, como ocurre en la mayoría de los campus de Estados Unidos? Allá hay policías universitarias totalmente equipadas. Pero claro, esto no suena como una alternativa que encaje con esa confusión de la autonomía que muchos tienen.
Como se ve, la crisis de seguridad de la UNAM es un micro-cosmos de la crisis de seguridad del país: las posibles soluciones reales no son populares, y las “soluciones” populares —dejar las cosas como están en una especie de “amnistía de facto”— no son soluciones: al contrario, sólo aseguran que la violencia no encontrará autoridad que la frene ni justicia que la erradique.
POR CIERTO: “Mi hijita”, “mi amor”, “mi muñequita”, “corazoncito”. Esas palabras que en un contexto pueden comunicar cariño son misoginia pura cuando se trata de una entrevista profesional. Son palabras que tienden a infantilizar, a reducir, a debilitar a la mujer que las escucha si está ahí por asuntos profesionales (abogada, periodista, socia, maestra, arquitecta, trabajadora,…). Palabras que deben rechazarse enérgicamente y más si vienen del poder.
Abogada