En memoria de
Abraham Stavans.
Todos los años, cuando nos sorprenden las primeras que vemos en la ciudad, parecen adelantadas. Igual que los mangos: ¿a poco ya es tiempo de ver los camiones banqueteros que los ofrecen a buen precio? Las jacarandas, decimos, brotaron a destiempo: como el calor de estos días todavía de invierno. En realidad, florecen cuando se les da la gana y le dan color al gris porque así lo deciden. Y los mangos que han de haber llegado algún día de Manila, de las lejanas Filipinas, arriban a las manos, bocas y mesas porque maduraron cuando así sucedió, no antes ni luego.
Las jacarandas son un signo. Y el signo es signo cuando se lo asignamos: siempre deviene de una mirada que interpreta y decide que lo que ve, y asombra, no es nada más algo que en ser como es se agota: porfiamos atribuir significados. Se lo damos y entonces parece que le es propio. Es como la mirada de otro: nos ve, y al vernos vistos, le atribuimos a esos ojos un sentido, un mensaje anterior a la palabra, previo a averiguar, con quien nos ve, cómo nos mira.
Cada año, la confluencia de su florecer con los exámenes para intentar un lugar en las prepas o las universidades, simboliza una esperanza que se yergue contra todos los pronósticos. ¿Es posible derrotar al gris, al aire envenenado, al cemento y sus boquetes cada vez más abundantes en las calles? Sí: y surge ese color tan suyo, siempre parecido y nunca igual, porque los ojos que las ven han cambiado. ¿Es posible al menos intentar —obcecados, testarudos y tercos— que uno de los pocos lugares para estudiar lo que se quiere me toque? Sí: y los camellones frente a las sedes de las examinaciones se repletan de padres, hermanos, tamaleras y paleteros, vendedores de lápices y sacapuntas. Ojalá y me haya quedado, quién quita y “pase” el examen.
Ahora, en 2019, las jacarandas de hoy también son un signo de esperanza que recoge el “ya basta” del día de las votaciones de julio en el 18. ¿Se puede romper el porvenir de otros seis años con la misma cantaleta del progreso que llega, con descomunal abundancia a tan pocos, y es rejego y canijo con tan muchos? Sí: y aparece la posibilidad de otra cosa, de un espacio, quizá pequeño, pero hueco al fin, en la puerta que parecía cerrada a cal y canto. Es posible el cambio de rumbo, junto con la incertidumbre que trae consigo trocar la ruta.
Las jacarandas del 2019 no sólo se empalman con la expectativa de mejor futuro si uno puede seguir yendo a clases; también tienen que ver con otras formas que el ojalá toma en nuestra tierra.
Ojalá, jacarandas, sea posible un país sin la desigualdad y la pobreza en que lo han sumido los administradores repletos de gel y soberbia. Ojalá, jacarandas, nos sea propio un tiempo en que la violencia se detenga; que ya no sea necesario clavar una varilla en la tierra para, al sacarla, detectar si tiene olor a muerte; que la corrupción no pague más que la decencia; que la impunidad, jacarandas, sea la excepción y la justicia la regla; que se abran espacios para que la educación florezca más allá de mediciones, ahítas de indicadores más falsos que un billete de siete pesos. Que no sean cosas, sino actores del cambio quienes tienen las manos manchadas de gis.
Ojalá, jacaranda terca, la nueva etapa no nos defraude con más de lo mismo, o con mucho de algo distinto, que no prospere y se atasque en la voz que se complace en hablar del cambio, aunque los hechos contradigan. Ojalá, árbol de las maravillas, el saber y el arte renazcan como tú, y no el seño autoritario y prepotente que nos ha robado década tras década.
Que haya mucha luz, jacarandas. Sabor de mango donde comíamos ladrillos apenas meses antes. Más aulas y libros, parques sin cementerios soterrados, patios de recreo con harto ruido: vida y salud, colores. Benditas sean, señoras jacarandas, tempraneras.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos
El Colegio de México. @ManuelGilAnton