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En recuerdo de Martha Elena
Venier, maestra
Hay de todo: “luego de Roma, el cine mexicano no será el mismo / es una película lenta, sin historia, nada que ver con lo que dicen / no sé cómo celebran una cinta que evita denunciar la explotación de las trabajadoras domésticas, y la violencia obstétrica que padecen las mujeres indígenas en los servicios de salud / es genial / se trata de un bálsamo para la clase media porque eres parte de la familia hasta que te toca servir la sopa y apagar la luz temprano / un homenaje a la solidaridad entre las mujeres / Roma es mi infancia y me gustó ver los tranvías / una nostálgica visita a la aburrida niñez del director / coartada para las almas buenas: la pobreza es bonita / preciosismo al servicio de nada / por fin tenemos neorrealismo como el italiano / no me gustó, aunque se enojen / ni fu ni fa / maravillosa / ya la vi y no es para tanto / la vi y es mejor de lo que dicen”.
Usted puede seguir anotando las opiniones que ha leído en artículos, oído en conversaciones en casas, escuelas y cantinas, o en debates en tele o radio. Roma es un surtidor de diversidad de pareceres. Roma, como obra de arte —artificio— ha suscitado un diálogo poco común entre un sector de la sociedad con acceso a, e interés en ella.
¿Qué es Roma? No sería errado, creo, decir que una puesta en escena. Ahí está, expuesta para que usted la vea y, al verla, la haga ser. Como un libro o un cuadro, una película existe hasta que la mira alguien. Si no es trivial, genera diferentes versiones. Lo filmado es una, la del director, y no requiere palabras: pone las imágenes, las teje en el telar del guión que es una versión de la historia que siempre cambia: las arropa en sonido y diálogos, movimiento y gestos. Una vez que la termina, contento casi siempre, pero nunca del todo satisfecho, la suelta.
Las demás versiones, como la primera, han de hacerse cargo que dependen del sitio de donde brotan: tanto sus parámetros estéticos como la forma en que la interpretan. Cuarón recrea una parte de su historia. La comparte. No es un documental: es un invento como todo lo que recordamos, acotado por ciertos olores, sensaciones, muebles, cines y calles. Pero lo que metemos de nuevo al corazón (re-cordar) no es “lo que pasó” —eso no existe, o se pierde en cuanto pasa pues no es camino del conocer humano—, sino cómo imaginamos lo sucedido ayer desde el sol de hoy de cada quien. Cuarón no hace la cinta desde la mirada de Cleo: es imposible. La hace desde su mirar a la mirada de Cleo y los otros personajes. No hay remedio.
Al hacer pública su remembranza, no documenta, no da cuenta: narra. El espectador elige lo que ve, arma su versión y la dice. Y lo que expresa lo retrata. De nuevo, no habla del filme en sí, sino de su mirada sobre la obra y, con frecuencia, de la atribución de intenciones al realizador. No es una tesis ni pretende ser historia de la que hacen los historiadores, sino de la que hacemos todos cada que conversamos. Inferencias múltiples, huecos al servicio de quien los descubre desde el vacío que ocupa. No hay de otra.
“Debería haber denunciado / hubiera sido mejor si / es desmedida porque / no dijo nada de algo”. No mostró cierto aspecto que le interesa al que lo echa en falta. La cinta se proyecta y en el diálogo nos proyectamos. Quizá eso sea el arte: un proceso que educa —cultiva— sin programa de estudio ni calificaciones.
Se acaba el año cuando recién se acabó un sexenio y empezó otro: ambos con la idea de hacer reformas educativas. Un día, ojalá, entenderemos que el arte importa, nos hace hablar con otros, diferir, acordar y conversar con el nosotros que siempre llevamos dentro. Educa sin querer, nos forma. Ampliar las veredas al cine, al teatro, la música o la poesía es sendero educativo aunque no cuente en los exámenes de confusión múltiple. Sí cuenta en la vida. Gracias, Cuarón.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos
de El Colegio de México