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No tiene pierde. Cuando desde el poder, los funcionarios se embelesan con su mirada a lo que hacen y sucede —arrogancia extrema: solo lo que yo veo existe, y existe tal como lo veo porque yo lo hice— suelen tratar a las opiniones divergentes, cuando se dignan hacerlo, sin argumentos. Es más sencillo, y consistente con la infalibilidad que se otorgan, descartarlas con un recurso que las elude, sin hacerse cargo de su contenido sustancial: atribuyen a quien critica estar guiado por intereses torcidos o aviesas intenciones que atentan contra la patria, el futuro o algún espectro de semejante magnitud y peso retórico.
No importa la coherencia de lo que contradice su visión. De eso no hay que ocuparse pues el poder no dialoga ni explica. Su labor es imponerse y someter al rejego a quien lo rete a través de la palabra. Y no hay mejor recurso que reducir al absurdo el parecer discordante. Así se le desacredita.
“Ni los veo, ni los oigo” fue una expresión específica de una costumbre del poder de larga data y persistente. Y si acaso los oye, cosa rara, no requiere refutar el argumento, sino desvelar las oscuras motivaciones del contrario.
Durante el sexenio que ayer terminó, en materia educativa esta estrategia fue muy utilizada. A todo parecer crítico, digamos, sobre las características de la evaluación al magisterio y sus objetivos, se respondió que quienes mostraban fallas, y no menores, en la manera de valorar el trabajo docente, era porque “querían preservar la venta y herencia de plazas”. De este modo, si tenía asidero el juicio del opositor a una evaluación no confiable ni válida, orientada al control laboral, no se debatía en sus términos: se descartaba al imputar al autor de tal atentado a la verdad intereses inconfesables, o nostalgia por viejas prácticas. Esa fue la respuesta de los tres gerentes de la SEP y algunos responsables de otras dependencias asociadas a su reforma.
De nada valía que el acusado negase tal cosa, o expresamente afirmara que de ninguna manera estaba de acuerdo con la vendimia de puestos de trabajo, o su conversión en bien particular y patrimonio susceptible de ser legado. Frente a su palabra, se erigió, incontestable, una muralla de 8 mil 988 millones de pesos para pagar propaganda y comprar la lealtad de algunos escribanos y difusores: “la reforma educativa ya llegó, ¿qué no ha visto los anuncios en la tele y en los diarios y revistas?”, “Su crítica no vale, pues usted está al servicio de “las fuerzas oscuras”.
Quien discrepó fue un “ocurrente crítico”, una persona que “no basa sus afirmaciones en conceptos, sino en metáforas baladíes”, un “talibán contra la educación mexicana”. Fue una estudiosa que “no entiende” que lo que ha investigado con detalle durante tres décadas es un espejismo, y es así porque lo digo yo, apoyando los codos en el famoso escritorio de Vasconcelos. Quien difiere del poderoso no tiene nombre, el que apoya sí. Aliado del progreso uno, emisario del pasado el otro.
Por supuesto, es preciso señalar que no es válido incluir, en esta modalidad, a quienes apoyaron la reforma, sin que estuviese de por medio ni un peso, sino su legítimo parecer. Afirmar lo contrario sería caer en lo que se pone en cuestión en este artículo. El respeto a quien expresa otro punto de vista es necesario, y debatir las ideas, imprescindible.
Hoy inicia otro sexenio y pretende no ser un relevo, sino una transformación radical en la historia del país. Ojalá, entre lo que se transforme esté esta actitud ante la crítica. Ojalá la respeten y valoren, sin descartarla con sambenitos distintos en su contenido (el adjetivo) pero gemelos en su función: acallar la discrepancia mediante la acusación de masiosare a quien la ejerza. Porque la crítica es un valor y un derecho, no una concesión del poder. Siempre.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos
de El Colegio de México.
mgil@colmex.mx @ManuelGilAnton