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Ni siendo muy diestro en acomodar. Viene a cuento la negación de este refrán cuando se trata de discutir iniciativas para reformar artículos en la Ley superior que nos orienta como sociedad.
En los últimos tiempos, se ha intentado incluir, en los cambios a los textos que contiene la Constitución, todo lo que se pueda, con el mayor detalle posible, y por si hiciera falta, decenas de transitorios. Tal parece que se opera como si todo lo que está escrito en ese documento, por ese hecho, adquiriera blindaje y puesta en marcha segura. Por eso, entre más contenga especificaciones un artículo de ese nivel, se convierte en “mandato para que una cosa tenga efecto”. Es, como se dice en latín, la seguridad del Fiat: hágase. No hay que pasar por alto que la tendencia a “atiborrar” a los artículos de múltiples detalles, procede de la sospecha de que lo que no amarres arriba —donde se requieren las dos terceras partes de los votos— lo puedes perder en las leyes secundarias, donde la mayoría simple basta.
Conviene acotar lo que es propio de una norma constitucional. Tomemos una delimitación: “La Constitución es un marco político normativo, no un plan de gobierno ni una política pública” a lo que se puede añadir: “No es pliego petitorio, lista de demandas o conjunto de valladares para conjurar madruguetes”.
A mi juicio, y sin ser experto en el tema, estas acotaciones son importantes. Cuando asistí a las audiencias de la Cámara de las y los diputados en relación con la reforma educativa, advertí que es imprescindible recuperar el sentido de un artículo constitucional en materia educativa. Ha de ser un marco normativo claro, preciso, que otorgue rumbo y sentido a las leyes reglamentarias de los órganos concurrentes al cumplimiento de la visión educativa del Estado, es decir, a los detalles específicos. Es preciso decidir lo que es materia del texto constitucional, de lo que es propio de leyes reglamentarias y derivados.
Pongamos, por ejemplo, la determinación que exista un determinado organismo para la mejor marcha de la educación. Es adecuado que se expresen, con claridad, sus funciones, la ubicación que tendrá en la administración pública (sectorizado, desectorizado, autónomo, por ejemplo) y —a grandes rasgos— su forma de gobierno o coordinación. Incluir, además, cuántos han de ser los que lo dirijan, cómo se eligen, la duración de sus puestos y más menudencias (sin que este término sea despectivo), ya rebasa lo propio de una definición que constituye la referencia de todos en cierta dimensión de la vida social.
Quizá la solución parlamentaria no sea incluir casi reglamentos e incluso lineamientos en la Constitución, sino un reto mayor: expresar la naturaleza, funciones y estructura fundamental con tal claridad, que no sea posible que la ley reglamentaria pueda salirse de esos linderos. Se trata no solo del arte de la política, sino de la precisión en la redacción de las normas básicas con el fin de que la arquitectura general quede bien delimitada, y que los procesos de detalle se puedan procesar, también en el legislativo, pero en otro nivel, más operativo y eficaz.
Desde la experiencia de esta discusión sobre la educación, pude apreciar el dilema: o una Constitución ahíta de normas de procedimiento, farragosa y producto de la desconfianza, o con una reglamentación fundamental, clara y muy bien diseñada, que permita que, en otra instancia y con más reposo, se acuerden las formas específicas y los lineamientos que no puedan salirse de las fronteras establecidas por la norma general.
Si no todo cabe en un jarrito en este caso, el dilema es hacerlo crecer, jarrón inmenso, bodega desordenada, o dejar el tamaño en una talla razonable, y decidir, con prudencia y sabiduría, lo que sí cabe en su interior. Destreza jurídica y confianza elemental.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
mgil@colmex.mx
@ManuelGilAnton