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Si alguien nos hubiera dicho que para el primero de mayo el Congreso habría modificado las normas que durante décadas permitieron un modelo laboral basado en el control y el corporativismo, y devolvería a los trabajadores los derechos de libertad y democracia conculcados, difícilmente lo hubiéramos creído, se enchina la piel de saber que nos tocó vivirlo.
Si bien en las últimas décadas se fueron registrando avances significativos en terrenos como el electoral o el empoderamiento de la sociedad civil, la democracia no permeó en el mundo del trabajo. El voto personal, libre, directo y secreto tanto para elegir a dirigentes como para participar en el curso de la negociación colectiva fueron exigencias que nunca encontraron eco en gobiernos más interesados en controlar la vida interna de los sindicatos que en garantizar derechos fundamentales.
El modelo laboral basado en el control tuvo como símbolo los contratos de protección. Contratos firmados con los mínimos derechos de ley firmados a espaldas de los trabajadores. Quienes han sido partícipes de relaciones laborales democráticas, comprenden la importancia de la negociación colectiva, saben que se trata del corazón de las relaciones entre empleadores y trabajadores y que consiste en el espacio más sano e idóneo para, por un lado, mejorar las condiciones laborales y salariales de los trabajadores y, por el otro, elevar la productividad y competitividad de las empresas. El hecho de tener liderazgos con legitimidad y representatividad directa abre la puerta a tener un diálogo social que sea tomado en serio.
Otro elemento esencial del modelo laboral de control encontraba su subsistencia en las Juntas de Conciliación y Arbitraje y en la posibilidad del Ejecutivo, tanto local como federal, de decidir a quién daba o negaba un registro sindical. La reforma contempla la desaparición de las Juntas, lo cual dará paso a la creación del Centro de Conciliación y Registro Laboral encargado de la conciliación y de llevar a cabo los registros de contratos colectivos y de sindicatos. La reforma dota a estos órganos de autonomía con el fin de que trámites que son meramente administrativos dejen de usarse por los gobiernos para premiar a leales y castigar a disidentes.
A la par, la reforma representa el cambio más estructural hasta la fecha en el modelo de justicia laboral. De entrada, corrige una excepcionalidad: órganos dependientes del Poder Ejecutivo ya no asumirán la función de arbitraje. De ahora en adelante, la impartición de justicia laboral recaerá en el Poder Judicial, como sucede con el resto de las materias, como la fiscal, la civil, la mercantil o la penal. Los principios rectores del nuevo modelo son la legalidad, la imparcialidad, la transparencia y la independencia, los cuales habrán de materializarse a través de procedimientos ágiles que privilegien la oralidad.
A todos conviene que el Estado de Derecho llegue al mundo del trabajo. Conviene a los empresarios, para que dejen de ser extorsionados por sindicatos fantasmas incapaces de acreditar su representatividad. Conviene también a los trabajadores para que no sean afiliados sin su consentimiento a sindicatos de protección que defienden todos los intereses menos los de sus representados.
El nuevo modelo laboral es resultado de la confluencia de múltiples esfuerzos provenientes de la academia, la sociedad civil, abogados, organizaciones de trabajadores y de empleadores. En foros y mesas de trabajo aportaron evidencia y puntos de vista que fueron indispensables para que el Congreso tomara una decisión informada y a la altura del momento histórico. No obstante, si a algo se debe esta reforma es a las décadas de luchas del sindicalismo democrático e independiente que la antecedieron. Hoy, finalmente, las causas que enarbolaron precursores como Valentín Campa, Rafael Galván, Demetrio Vallejo y Othón Salazar, se han convertido en ley.