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Percibo entre mis colegas internacionalistas una creciente preocupación en torno a la política exterior de México. No de la relación de los mexicanos con el exterior, vasta y diversa, sino de lo que lo que le corresponde hacer al gobierno federal mexicano para posicionar al país en un mundo cambiante y globalizado, que se mueve a gran velocidad y en el que el juego y los jugadores son cada vez más complejos.
Siempre han sido los países de mayor poder e influencia los que determinan la conformación del llamado sistema internacional. Y los de mayor poder económico los que determinan el sistema comercial y financiero. El resto debe acomodarse y buscar abrirse hueco para promover sus intereses, influir en los temas que le preocupan y hacer aliados en sus temas de interés. México, en proporción a su tamaño e influencia, tuvo sus grandes momentos en la política internacional del siglo XX.
En el siglo XXI México entró de vacaciones estratégicas. Justo cuando la transnacionalización en temas como migración, crimen organizado, delitos financieros y cibernéticos —el lado oscuro de la globalización—, alcanzaban niveles insospechados.
En este juego, lo que si queda claro es que el que limita su quehacer a poner orden en su casa rápidamente puede entrar en una especie de autismo internacional. Nadie lo conoce, nadie lo busca ni lo invita y son otros los que deciden las reglas y las pautas en un juego de cuyas consecuencias ningún país queda exento.
A López Obrador no le interesa el mundo. Su mundo se acota a las mañaneras y a sus baños de pueblo. El resto parece no importar. Y el costo que ha debido pagar México ya es muy alto.
Renunciar a jugar en el tablero internacional, cuando el principal jugador y el que más te puede afectar se convierte en tu adversario, abona al camino de la sumisión. Evitar el conflicto en ese entorno sólo es posible si se elige el camino del vasallaje. El apaciguamiento, como lo llaman en la jerga internacional, consiste en ceder para apaciguar la voracidad del otro. Y probado esta que la voracidad no tiene límites.
Por razones que aún no logro entender, la mancuerna Peña Nieto-Videgaray le hizo gordo el caldo a Trump como candidato en 2016, para sorpresa y disgusto de los demócratas en EUA y de muchos mexicanos. Y ahora López Obrador, acérrimo enemigo del neoliberalismo, pone su cuota para fortalecer electoralmente a uno de los más despiadados neoliberales de la historia. Decisiones que sin duda rebasan la lógica del interés nacional y de los libros de texto de política exterior.
Las probabilidades de sostener la amenaza de imposición de aranceles a México eran bajas. Sin embargo, a la primera llamada, AMLO concedió todo lo que le pidieron, sin siquiera obtener un compromiso de que la amenaza no se repetiría. “No nos vamos a pelear con Trump”, le dictó su oráculo personal. El eco con el que se escucha todos los días.
La silla vacía de México en la reunión de Osaka del G-20, que convoca a los jefes de Estado de los países más poderosos del mundo, me generó enorme tristeza y preocupación. México, como Estado, no tiene voz en el mundo. Ni siquiera intenta que nadie lo escuche. Si Trump dice no necesitar de los mexicanos, López Obrador parece superarlo: los mexicanos no necesitamos del mundo.
Para predicar paz y amor están los púlpitos y las iglesias. Para la vida contemplativa, los monasterios. Renunciar a la política internacional, a sus conflictos y oportunidades, para evitarse problemas, no es el papel de un jefe de Estado. Las consecuencias de esta actitud serán graves y trascendentes para México. De las vacaciones estratégicas de más de dos décadas pasamos al autismo internacional. Y ni la Virgen de Guadalupe podrá compensar los daños.
Consultor en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@ coppan.com