Varias cosas sorprenden del ambiente prelectoral. La primera es la confusión y desencanto de un gran número de ciudadanos que no saben por quién votar. Salvo los militantes de uno u otro partido o candidato, sorprende el número de electores que piensa su voto en negativo, esto es, en función de a quién no quieren en la Presidencia. Los mejor intencionados tratan de averiguar quien es el menos malo, para votar por él, pero ninguno les emociona. Dos de los tres candidatos partidistas traen fuertes cargas negativas, por su partido o por su perfil. El tercero no tiene ni experiencia ni méritos o deméritos en el quehacer gubernamental, difícil saber quién es, pero abreva del descrédito de los otros dos.

El segundo hecho que sorprende es la importancia desmesurada que se le otorga a la elección para el futuro del país. Y no porque sea irrelevante, sino porque refleja que para buena parte de los ciudadanos el futuro del país dependerá de quien quede en la Presidencia. Nada más lejano de la realidad que al final es mucho más poderosa que la voluntad o las habilidades de quien resulte electo. Quienquiera que sea el ganador tendrá que gobernar con un Estado débil cuyas instituciones han venido sufriendo un creciente deterioro y cuya capacidad de respuesta es muy limitada. Incluso si el qué hacer y el cómo hacerlo están bien planteados, al momento de pasar al con qué y con quién, la realidad se vuelve mucho más compleja.

Un tercer hecho que llama la atención, al menos en un sector de la población, es pensar que el cambio de coloratura puede ser la solución. Después de tres administraciones federales mediocres —por usar un eufemismo— para muchos ahora toca dar una oportunidad a la tercera opción. Son quienes están a la espera de que el nuevo gobierno ahora sí les resuelva sus problemas. También los hay para quienes el miedo es el principal detonador de su voto, pues consideran que de entrar al gobierno la tercera opción, el país se irá por el despeñadero. Quienes así consideran que el país se encuentra en buena forma y que un cambio así provocará la pérdida de todo que lo que hemos ganado, cuando las fortalezas y vulnerabilidades del país existen más allá de sus gobernantes.

Este último punto me lleva a una reflexión que tiene que ver con la visión de un gran número de ciudadanos que circunscriben su interés y participación en la vida pública a su asistencia a las urnas. Vivimos ahora semanas de gran intensidad en las que la gente no habla de otra cosa. Sin embargo, a partir del primero de julio y del inicio del nuevo gobierno, la mayor parte de los ciudadanos se limitará a aprobar o desaprobar el quehacer gubernamental en sus tertulias de amigos y familiares, a manera de catarsis, y hasta ahí llegará su participación. Claro, hasta la siguiente elección.

Un Estado débil se caracteriza por un andamiaje institucional cuya capacidad de respuesta se encuentra por debajo de lo necesario para cumplir con sus responsabilidades. En las democracias maduras las instituciones fuertes se convierten en el mejor antídoto frente a los malos políticos. No es nuestro caso, pero uno de los rasgos de las democracias más robustas del siglo XXI es el paso de la visión Estado-céntrica a una visión en la que el ciudadano tiene mucho más qué hacer y qué decir en los asuntos públicos. Países en los que el futuro exitoso depende más de su sociedad organizada que de quien ocupe la presidencia. Mientras no cambiemos nuestros paradigmas, nuestras expectativas seguirán incumplidas.

Consultor en temas de seguridad
y política exterior.
lherrera@ coppan.com

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