Interesante observar cómo las inercias positivas, sociales e institucionales tienen peso específico en procesos que parecían perdidos. Dos casos interesantes aparecen en la agenda internacional: el muro fronterizo de Trump y el Brexit de Theresa May.

El primer caso es relevante por su preeminencia política. El presidente Trump colocó la construcción del muro como uno de los principales propósitos de su administración. Lo vino a anunciar a nuestro país como presidente electo en la desafortunada acogida que, a pesar de su bajísima popularidad en México, le dieron el presidente Enrique Peña y su canciller Videgaray. A dos años de gobierno y a pesar de haber acudido a medidas extremas como bloquear el presupuesto por 35 días como medida de chantaje al Congreso para obtener los recursos, Trump se quedó como en su primer día de gobierno.

La iniciativa plantea muchos problemas. Técnicamente no representa una solución a los retos económicos de EUA: no mejora la calidad de vida de los estadounidenses ni los protege de amenazas externas. El costo en la relación con México es muy elevado y su financiamiento resulta exorbitante. Su último recurso, declarar emergencia nacional, se vino abajo en la cámara de representantes —ahora de mayoría demócrata— y en el senado fueron los republicanos el fiel de la balanza para detenerla. Las encuestas muestran que el 70 % de los estadounidenses está en contra de la iniciativa. El poder presidencial encuentra sus límites en referentes históricos de lo que conviene y no al interés nacional.

En Gran Bretaña sucede algo parecido. Los denodados esfuerzos de la primera ministra Theresa May por conseguir una salida digna de la Unión Europea no han prosperado. Llevó más de siete décadas armar un esquema de cooperación y coordinación entre 28 naciones para mejorar su calidad de vida, facilitar las relaciones entre pueblos y gobiernos y enfrentar conjuntamente los retos del mundo moderno. Dos años de intentos del gobierno británico por salir de la UE han mostrado la futilidad del esfuerzo. Incorporar al cuerpo una prótesis para caminar mejor y, después de muchos años, pretender caminar sin ella, resulta casi imposible.

En ambos casos los titulares del ejecutivo —que no así los otros poderes— han puesto todos sus recursos en juego para lograr su objetivo. Sin embargo, las enseñanzas de la historia de los últimos cincuenta años parecen haber llevado a que otros actores internos, con poder e influencia en las decisiones, detengan los procesos. El poder político frente a la experiencia histórica de lo que conviene y no a una nación.

Un tercer caso que podríamos incorporar a esta reflexión es la aprobación próxima del nuevo acuerdo comercial entre EU, México y Canadá en el Congreso estadounidense y la derogación de la resolución 232 que impone un arancel del 25% al acero que importa ese país. En este ámbito, las iniciativas presidenciales han encontrado resistencias y reticencias entre otros actores de decisión, públicos y privados, que ven más costos que beneficios en estas iniciativas para el futuro de la economía estadounidense.

Un elemento que destaca en los tres casos es que el balance de poder en los regímenes democráticos sí existe. En México, con un nuevo gobierno que se desborda en iniciativas, la versión última de la Ley de la Guardia Nacional refleja que aún existen límites al Ejecutivo, derivados de la estructura democrática del régimen. Es tiempo de observar y aquilatar los alcances y límites de nuestro sistema democrático, que se pone a prueba con el nuevo gobierno, personalista, con altos índices de popularidad y mayorías en el Congreso. Sólo en las democracias robustas, las inercias históricas positivas tienen cabida. La Venezuela de hoy es el mejor ejemplo en sentido opuesto.

Consultor en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@coppan.com

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