Hace unos días concluyó la quinta ronda de renegociación del TLCAN sin resultados aparentes. La expectativa en torno a la idea de que este ejercicio podría concluir en 2017, quedará en el registro de las expectativas fallidas. Pero el tema es más complicado que los tiempos.
Estamos acostumbrados a leer la historia de manera lineal, tendencia acentuada con el desarrollo científico y tecnológico del siglo XX. Esta tendencia se fortalece con los avances políticos y sociales. Las democracias son ahora franca mayoría en el orbe internacional, la defensa de los derechos humanos está al orden del día, lo mismo que la defensa de las minorías y la inclusión de género y etnia en todos los ámbitos.
Así, estamos acostumbrados a pensar que la evolución, en todos los ámbitos, es una línea ascendente que va siempre hacia arriba, a mayor o menor velocidad, pero sin retrocesos significativos. Hace sólo una década nadie hubiera pensado que un discurso misógino, racista y excluyente, impregnado de nacionalismo ramplón, podría llevar a su vocero a la presidencia de Estados Unidos. Tampoco nadie imaginaba la salida de la Gran Bretaña de la Unión Europea, paradigma de la cooperación internacional, producto de décadas de esfuerzo después de la guerra más destructiva de la historia.
La primera gran lección es que los retrocesos sí existen. Y son parte de la historia. Y que no dependen de un solo hombre o mujer, sino del imaginario social que sigue a ciertos líderes cuyo discurso invita a llegar a la cima bajando la montaña. Las razones de esta involución no están claras, pero esto no invalida el proceso.
Muy pocos en México imaginábamos que Donald Trump podría llegar a la presidencia. Nuestro cálculo político y ciertamente nuestras emociones no estaban en esa dirección. Con un cerrado y polémico resultado logró la victoria y su discurso se convirtió en política del Estado más poderoso del orbe y del principal artífice del sistema internacional de nuestros días.
México no estaba preparado para un cambio tan abrupto en el país que ha marcado la ruta de nuestra economía y política exterior, desde que tenemos memoria. También ha influido en nuestra dieta y nuestras modas, aunque la cultura mexicana, con sus virtudes y defectos, sobrevive a los embates políticos del exterior.
Algunos pensaron que la mejor estrategia era no darle la espalda, incluso invitarlo como huésped distinguido, a pesar de que golpear a México y su gente era una de sus banderas más visibles. De poco sirvió. Su discurso no cambió. El muro, los migrantes y el tratado comercial, injusto y desigual desde su perspectiva, persistieron en su discurso y luego en sus iniciativas.
¿En dónde quedaría México sin un acuerdo comercial con su modelo económico, socio y principal cliente? Un nuevo acuerdo francamente desfavorable, se descarta. Ni los negociadores mexicanos ni el imaginario mexicano lo permitirían. ¿Tendríamos entonces que navegar a contraflujo de una historia de vecinos que, a pesar de las diferencias, encontraba las armonías básicas para la sana convivencia y el beneficio mutuo? Es un escenario que ni deseamos ni propiciamos, pero que no podemos obviar.
El momento no es propicio para la magnitud del reto. El futuro político de México es incierto. La energía de los políticos mexicanos está enfocada en las próximas elecciones y no necesariamente en las próximas generaciones. ¿Podemos esperar a que el mundo se reacomode y luego decidir qué hacemos? ¿Tenemos opciones o estamos acotados por la inevitable vecindad? ¿Estarán pensando los candidatos en este tema o repetirán simplemente los clichés y los lugares comunes? ¿O habremos de remitirnos a Séneca cuando decía que no existen vientos favorables para quien no sabe qué rumbo lleva?
Consultor en temas de seguridad
y política exterior.
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