El orden internacional nunca ha estado —ni estará— exento de tensiones, conflictos y situaciones dramáticas para millones de personas. Las tensiones y los conflictos no alcanzan el nivel de crisis de la noche a la mañana. Son procesos que llevan años o décadas en gestarse y que adquieren dimensiones críticas —cuando se rompen los equilibrios y las armonías, por más endebles que sean— cuando nadie hizo nada por corregir el rumbo. “Se veía venir” decimos coloquialmente. Cuando esto sucede, aparecen los escenarios explosivos, que culminan en guerras, genocidios, flujos masivos de migrantes y comunidades o pueblos enteros cuyo futuro, por años o décadas, se ve cancelado o restringido a la mera superveniencia,

Venezuela es hoy un claro ejemplo de un escenario explosivo. Un proyecto de país, primero con dificultades, años después descarrilado, en donde el proyecto de vida de las mayorías se reduce a la sobrevivencia, instinto que, en este caso, ha llevado a 2.3 millones de personas a abandonar el país. Seres humanos cuyo único patrimonio es la esperanza: un millón en Colombia, medio millón en Ecuador, 400 mil en Perú y otros 400 mil entre Brasil, Argentina y Uruguay. Ninguno de estos países tiene los recursos para recibir a cientos de miles de desposeídos. En Paracaima, población de 16 mil habitantes en la frontera brasileña, fue suficiente la presencia de 40 mil venezolanos para desquiciar esta población. Y terminó en tragedia. También los nicaragüenses han comenzado a emigrar, sobre todo a Costa Rica, en dónde los sentimientos de xenofobia y temor han provocado ya varias crisis sociales.

Y el sistema internacional poco puede hacer al respecto. Las dos agencias internacionales más importantes dedicadas a migrantes y refugiados (OIM y ACNUR), apenas pueden atender —temporalmente— a 20% de estos emigrados que requieren alimentación, atención médica y albergue, y que posteriormente requerirán empleo, salud, casa, escuelas, etcétera, lo que la mayoría de los Estados receptores no pueden proporcionar satisfactoriamente a sus propios nacionales.

Pero no es sólo en esta parte del mundo donde existen escenarios explosivos. En Medio Oriente Siria es un ejemplo paradigmático, pero no el único. La situación de los palestinos en Israel empeora día con día. El actual gobierno israelí, considerado el gobierno más derechista que ha tenido esa joven nación, ha continuado la ocupación de facto de territorio palestino en Cisjordania y el este de Jerusalén, mediante asentamientos ilegales de población israelí. En Cisjordania esta población rebasa las 400 mil personas y en el este de Jerusalén ya suman 200 mil. Las tensiones son crecientes. Los controles para entrar y salir de Israel se incrementan día con día. El programa de asentamientos lo administra una autoridad militar. Ante las denuncias, la corte del distrito de Jerusalén ha decretado que los nuevos ocupantes no han cometido un delito: “actuaron de buena fe: no sabían que era territorio palestino”. Por supuesto las negociaciones están suspendidas hace cuatro años.

Más grave aún es observar el orbe internacional a la deriva. Donald Trump se ha convertido en el paladín del nuevo desorden mundial. Con la política de contención de Obama, el gobierno de Netanyahu aprobó en 2016 sólo 43 nuevas casas. Con la llegada de Trump, en 2017, se incrementaron a 3 mil 154 y a 3 mil 794 en 2018. Pero ya anunció que Jared Kushner, su yerno, cuya previa experiencia internacional se acota a viajes de negocios y placer, está preparando un nuevo plan de paz. También Trump se ha encargado de disminuir la presencia y fortaleza de los organismos internacionales, única respuesta a este tipo de tragedias. Estados Unidos no sólo ha perdido el papel de contenedor de escenarios explosivos, sino que se ha convertido en un factor adicional de riesgo.

Consultor en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@ coppan.com

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