No deja de sorprender la velocidad con la que el candidato electo puso en marcha la maquinaria con la que habrá de gobernar. A diferencia de Vicente Fox, que una vez ganada la elección se dedicó a viajar con sus asesores de política exterior incluso dejando la tarea de integrar el gabinete a unos head hunters, en este caso, a sólo unas horas de ganar la elección, ya eran públicos los nombres del equipo de transición y de los integrantes del próximo gabinete. Dos días después se reunió formalmente con el presidente en funciones. Dos hechos que sin duda rompen el paradigma tradicional de la transición de mando en México.
López Obrador ganó la elección con un inesperado margen a su favor. Por si eso fuera poco, su partido logró mayoría en las dos cámaras del Congreso federal. Sin duda los electores estaban convencidos de la necesidad del cambio y de que el candidato de Morena resultaba la mejor opción. Pero esto también significa que las expectativas de cambio son enormes, mayores incluso que cuando Fox ganó la Presidencia.
Sin embargo, para estar a la altura de las expectativas, el nuevo gobierno deberá enfrentar un grave problema: la debilidad de las instituciones del Estado mexicano. Con todos los defectos que se le puedan atribuir a los gobiernos priístas del siglo XX, una de sus indiscutibles virtudes fue la construcción de instituciones. Los dos gobiernos panistas, en una combinación de desconfianza e inexperiencia, rompieron la secuencia de la profesionalización de cuadros al marginar a quienes habían trabajado en gobiernos federales priístas, que eran mayoría entre los servidores públicos profesionales con los que contaba el país, pues el PRI estuvo en la Presidencia durante siete décadas.
La llegada de Peña Nieto a la Presidencia, en 2012, después de haber mostrado una robusta maquinaria electoral, nos llevó a pensar a más de uno que esto se traduciría en una robusta maquinaria de gobierno. Durante su transición se hicieron amplias consultas en todos los sectores, lo que también resultó alentador. Sin embargo, el 1 de diciembre se cerraron todas las puertas de palacio, excepto para el círculo más íntimo. Gobernó con y para unos cuantos. Pensando que era posible cocinar un nuevo proyecto de país en una olla con una gruesa capa de cochambre, se lanzaron a las reformas estructurales, dejando al garete, entre otras cosas, el mantenimiento y la revitalización de las instituciones del Estado.
Los gobiernos panistas, como una forma de sanear al gobierno, incrementaron los controles al quehacer gubernamental hasta llegar a un punto en el que el trámite absorbe la mayor parte del tiempo y la energía de quienes ahí trabajan. En el gobierno de Peña Nieto se acentuaron aún más esos controles, al punto en el que sólo unos cuantos deciden cuándo y cómo se ejerce el presupuesto, lo que no disminuyó la corrupción, pero paralizó el quehacer gubernamental e incrementó la frustración de los servidores públicos. Sanear y fortalecer las instituciones del Estado claramente no estuvo en sus prioridades.
Un presidente con claridad de rumbo, voluntad de cambio y rodeado de gente capaz sin duda es una buena noticia. El problema aparecerá al intentar implementar los programas con una burocracia desanimada y apática, de muy lenta reacción y baja capacidad de respuesta. Y revertir esta situación no es una tarea de un día. En algunos casos las instituciones requieren cirugía mayor. Dicho lo anterior, habrá que estar preparados, como gobierno y como ciudadanos, a ajustar nuestras expectativas a la enorme brecha que existe entre lo deseable y lo posible en el ámbito institucional del Estado mexicano.
Consultor en temas de seguridad y política exterior.
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