La comunidad internacional decidió actuar frente a la crisis humanitaria que tortura a las mujeres y hombres de Venezuela. El régimen dictatorial engendrado por el socialismo del siglo XXI, ante los resultados de su macabra obra, se endurece y aprieta el puño para evitar su derrumbe.
La tragedia venezolana tiene varios decenios y varias etapas. Comenzó, antes del chavismo, con la degradación del sistema democrático pervertido por la corrupción en los partidos históricos y en amplias capas de la burocracia y del sector privado. La abundancia de recursos petroleros mal aprovechados generó distorsiones sociales muy graves; así, la democracia recuperada tras la dictadura de Pérez Jiménez (1953-1958) cayó en total desprestigio.
En ese ambiente de hartazgo y enojo, marcado por una desigualdad profunda, en 1999 Chávez se alzó con la victoria electoral sustentado en un programa político de reivindicaciones sociales, conducido mesiánicamente y adobado con ideas del socialismo latinoamericanista, rebautizado como bolivariano.
Chávez construyó un sistema autoritario siguiendo su estrategia de los “tres eslabones”: ascenso de las masas, consolidación y nuevo Estado. Dilapidó los hasta entonces inagotables recursos de la renta petrolera, de los que dispuso para armar una base de apoyo popular y reclutar una red mundial de propagandistas; instalados en gobiernos, organizaciones internacionales, partidos y medios de comunicación de la región.
Antes de morir en 2013, Chávez contempló el fracaso de su socialismo bolivariano. La petrocracia y la economía nacional habían sucumbido. Los ciudadanos que lo habían llevado al poder, desencantados, comenzaron a votar por la oposición; esta creció elección tras elección. Incluso sus fervientes clientelas se debilitaron.
Maduro tomó la estafeta después de una disputa entre camaradas arbitrada por La Habana. Sin el encanto del caudillo, con la economía nacional hecha girones, perdió los comicios de 2015. Quedó en minoría en la Asamblea Nacional; que recién lo declaró usurpador, nominando a Juan Guaidó, presidente interino.
Antes, el régimen ya se había enganchado al último eslabón: la tiranía. Represión, abuso del poder para desconocer a la legítima Asamblea Nacional. Mediante un congreso constituyente creó otro cuerpo legislativo a su gusto. Luego se reeligió mediante elecciones sin condiciones de libertad.
Así las cosas, y aunque parezca imposible, lo que ya estaba muy mal se puso peor. Hoy la hiperinflación alcanza niveles demenciales, el desabasto y el hambre es una pesadilla cotidiana, cortes de energía eléctrica, el sistema de salud despedazado. Millones huyen a otros países. Lo único que funciona es el aparato militar, la inteligencia política, el partido del presidente y la Guardia Nacional Bolivariana, ariete represivo para contener la rebelión cívica.
En este contexto, la comunidad internacional llama a restablecer las libertades, a reconstruir la economía y rehabilitar la convivencia productiva en la tierra de Simón Bolívar.
¿Es ese apersonamiento de gobiernos e instituciones internacionales un rompimiento del principio de autodeterminación a los pueblos? ¿Se puede llamar intervencionismo a esas gestiones?
Las duras experiencias de la historia han hecho evolucionar el concepto anacrónico de soberanía que ignora que la convivencia entre los pueblos engendra obligaciones éticas para todos; desconocer esa cartilla moral internacional genera aplicaciones desviadas de la autodeterminación y de la no intervención.
Ningún gobierno o Estado puede invocarlos para justificar la violación de derechos humanos en contra de sus propios ciudadanos o para cometer injusticias abusando de su prepotencia militar.
Por tanto, no pueden condenarse las justas actuaciones de autoridades internacionales, imparciales, no unilaterales, competentes y previamente establecidas, en defensa del bien común en un pueblo oprimido por una tiranía.
Bajo este marco de ética internacional, México debe revisar su postura, ser más proactivo y eficaz para acudir en auxilio del pueblo venezolano.
Analista político.
@L_FBravoMena