En el sexto año de la administración Peña y en los últimos días del segundo periodo ordinario sesiones en el Congreso, el gobierno metió el acelerador para la aprobación de la Ley de Seguridad Interior.

Su maquinaria en San Lázaro y en el Senado está en marcha, potenciada mediante la amenaza a gobernadores que dependen de los apoyos de la Federación, de abandonarlos a su suerte frente al crimen organizado. Así suma votos de legisladores de varios partidos.

Tras muchos años de clamar en el desierto, se atendió la petición de las Fuerzas Armadas de contar con un marco jurídico para legitimar su actuación en tareas de combate a la delincuencia. El sexenio se acaba y esta asignatura no puede quedar pendiente.

Pero esa justa demanda de los militares no merece una mala ley, por eso se deben escuchar otras voces: de la oposición parlamentaria, de las organizaciones ciudadanas y de instituciones internacionales, las que aconsejan una mejora sustancial a su articulado.

La propuesta oficial es defectuosa y será contraproducente a su loable propósito. Ya pasó la aduana en la Cámara de los Diputados: 248 votos a favor, 115 en contra y 48 abstenciones. Ahora se encuentra en estudio de los senadores, sería lamentable que la aplanadora pase por encima de las expresiones que piden una revisión cuidadosa de la minuta enviada por los diputados. Hasta ahora el bloque oficialista y sus aliados se han cerrado en redondo a cualquier retoque al texto.

Las críticas escuchadas sobre el proyecto van en el siguiente tenor: es un simple parche al grave problema de la incapacidad institucional del poder civil para garantizar la seguridad a los ciudadanos, ya que no se acompaña de otras piezas legislativas necesarias para desarrollar una política pública integral; carece de definición precisa de su concepto básico, ¿qué se debe entender por seguridad interior?, sin ella habrá incertidumbre en su aplicación; fortalece el statu quo en el desastre de inseguridad y violencia en el que vivimos; no contempla el retiro de las fuerzas militares en tareas que no le corresponden; fortalece el centralismo y atenta contra la división de poderes.

En opinión del diputado Jorge Ramos, especialista en la materia, la ley no resolverá los problemas que motivan su expedición, por el contrario, los agravará, porque muchos gobernantes seguirán en la irresponsabilidad de no crear cuerpos policiacos capaces. Así, la ley se convierte en un incentivo perverso.

Muy severa y significativa es la carta del representante en México del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos al Senado de la República, exhortando “a no aprobar la minuta”, gesto inusitado del que no existe precedente, que revela el nivel de preocupación del organismo. En el mismo tono se han manifestado la CNDH nacional: “ se generaría la posibilidad de que se vulneren derechos y libertades básicas”; igual inquietud manifiesta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: “es fundamental la separación clara y precisa entre seguridad interior… y la defensa nacional…”

El gobierno sigue en la simulación con la que se condujo en materia de seguridad todo este tiempo. Su fracaso es evidente: las tendencias apuntan a que 2017 termine con un cifra de 30 mil víctimas por homicidio doloso. El más alto en la historia del país. A estas alturas lo que quiere es salir del paso y cubrir el expediente con normas defectuosas.

Podría elaborarse una ley diferente, mejor y suficiente para la gravedad del problema, pero como ya se ha dicho, el actual grupo gobernante carece de sentido de Estado. Lo que posee es olfato electorero y habilidad crematística para usufructuar el poder.

Analista político. @L_FBravoMena

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