En su 89 aniversario y a cuatro meses de los comicios de julio ningún sondeo anuncia victoria del PRI. La opinión dominante dentro y fuera del país es que perderá estrepitosamente las elecciones. Se anticipa un maremoto de repudio al continuismo del mal gobierno.
Ellos lo saben. No hay modo de que legal y democráticamente salgan avante. No disponen de tiempo para rehacer la confianza de los ciudadanos; lo que son y representan es intragable para la mayoría.
Las alarmas retumban en su sobrepoblado cuartel de guerra; conspiran contra las elecciones libres. El PRI no busca ganarlas sino arrebatarlas, cueste lo cueste, aniquilando nuestra precaria democracia.
La deriva dictatorial del régimen es evidente: el partido de Estado está de regreso a todo tren. Los linderos entre el gobierno y el PRI se borraron. El aparato represivo gubernamental se ha puesto al servicio de la campaña del grupo en el poder, los presupuestos públicos están discrecionalmente a su disposición, los programas sociales son redes clientelares y mecanismos de compraventa del voto. Los medios de comunicación pasan lista como soldados tricolores. No lo esconden, lo exhiben con cinismo e impunidad.
El PRI es el mismo de siempre; su ADN autoritario se exacerba cuando huele la derrota. Nació desde el Estado, su única razón de ser es el abuso del poder, sin el poder del Estado es nada y para conservarse es capaz de todo; robar votos y, si es preciso, masacrar ciudadanos.
Recién nacido el Partido Nacional Revolucionario —abuelo del PRI— debutó en las elecciones de 1929: incurrió en el engaño y cometió un mega fraude electoral.
La historia es bien conocida; para limpiar la estela de sangre que dejó la serie de magnicidios en el seno de la familia revolucionaria, lanzó a un candidato a la Presidencia que no tenía facha de matón: Pascual Ortiz Rubio; ingeniero competente, diplomático respetado, funcional al Maximato de Calles. La oposición la encabezó el caudillo intelectual de la época, José Vasconcelos; filósofo, rector de la Universidad Nacional, ex secretario de Instrucción Pública. Se alzó una entusiasta rebelión cívica en su apoyo. El régimen impuso a su candidato a balazos y fraude. Asesinó a estudiantes y líderes vasconcelistas. El decente ingeniero nada hizo por impedirlo.
Igual en 1938: cambió de nombre, Partido de la Revolución Mexicana —papá del PRI—, la inconformidad popular desatada por la crisis económica y por la carga ideológica socialista del nacionalismo revolucionario cardenista, obligaron al gran elector a ungir como candidato a un moderado para las elecciones de 1940: Manuel Ávila Camacho; la propaganda lo presentó como un “caballero”. Por su parte la oposición se ilusionó con un supuesto líder bronco, militar, jefe de Operaciones en Nuevo León: Juan Andreu Almazán. Tuvo fuerte apoyo popular, pero el gansterismo electoral lo frenó. Mientras los sicarios del partido de Estado asesinaban a los almazanistas, el “caballero” volteó la vista, al mismo tiempo que el falso bronco hacía mutis.
El PRM resultó impresentable en la posguerra, en 1946 se cambió de disfraz, apareció el PRI con el mismo recetario de trapacerías. Ese mismo año instigó la matanza de ciudadanos en León. Hubo otras muchas, así llegó a las represiones de 1968 en Baja California y Tlatelolco; los “fraudes patrióticos”, la ruina económica de la docena trágica populista (1970-1982) y la quiebra financiera de 1994-1995.
Este año intenta repetir la misma película: un candidato de camisa blanca impuesto por la maquinaria roja de la dictadura perfecta. Sin duda habrá resistencia de los ciudadanos libres. Será la lucha por restaurar la democracia y el Estado de Derecho, en ese esfuerzo los demócratas iremos unidos, sin importar siglas y estandartes.
Analista político. Ex presidente nacional del PAN.
@L_FBravoMena