21/12/2017 |02:11
Redacción El Universal
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Desintoxicarse de política de vez en cuando es recomendable, por ello acostumbro dedicar mi artículo de estas fechas a temas relacionados con la temporada navideña. En Hace 789 años, historia de pesebres y belenes relaté el origen de la tradición de los nacimientos (2012); escribí “Recuerdos de Belén, ‘la menor’”, sobre la Basílica de la natividad (2015); en Nikolas-Santa Claus, vínculo entre oriente y occidente me referí a la historicidad de este popular personaje (2016). Hoy me ocuparé de las posadas, fiesta en vías de extinción.

Ciertamente aún se verifican veladas y bailes decembrinos con ese nombre, pero nada tienen que ver con las celebraciones implantadas en el siglo XVI por los misioneros, quienes se valieron de muy diversas técnicas para realizar su labor catequística. Las posadas comenzaron como práctica devocional en el interior de las iglesias y luego se extendieron por calles, barrios y hogares particulares.

Existe investigación histórica sobre su origen y están inscritas en el elenco del folclore nacional por su rica conjugación de elementos religiosos, simbólicos, musicales, artesanales, gastronómicos y sociológicos.

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Se conoce que fue el fraile agustino Diego de Soria, prior del convento de San Agustín en Acolman (Edomex), quién obtuvo en 1586 del Papa Sixto V autorización para la celebración de nueve misas denominadas “de aguinaldo”, precedentes a la solemnidad de la natividad, para rememorar el recuento del Nuevo Testamento sobre penoso viaje que hicieron de Nazaret a Belén, María, al final de su preñez, y José.

En algún momento las misas dejaron de realizarse pero la práctica sobrevivió en otros espacios con el rezo del rosario, la entonación en latín de las letanías lauretanas y la procesión portando a los peregrinos en andas, a modo de escenificación de aquél episodio del nacimiento del Mesías.

Acto seguido se “pedía posada” con el cantico de versillos a dos coros: uno con la voz de los bíblicos viajeros solicitando alojamiento, el otro representaba a los mesoneros negándoselos, por lo que tuvieron que refugiarse en un establo. El novenario se inicia el 16 de diciembre y termina el 24 con la nochebuena, motivaba a los asistentes para que se convirtieran en hospedaje espiritual de los peregrinos y del divino niño.

Ese es el núcleo de la fiesta; seguían los cánticos para demandar confitería y el obsequio de frutas de la estación, así como la ruptura de la piñata (del italiano pignàtta) olla de barro suspendida, decorada como estrella de siete puntas —los pecados capitales— para ser destruidos por la fe, cuya iconografía es una vestal con la vista cubierta. En las posadas esta virtud teologal se encarna en una persona vendada de los ojos que la emprende a garrotazos sobre la vasija decorada mientras los espectadores lo animan con cantos, a la espera de que al quebrarse de su vientre broten abundantes bienes; en la didáctica misionera materializados en naranjas, mandarinas, tejocotes, trozos de caña, cacahuates, limas, dulces y otras delicias.

Al paso de los años la forma original de las posadas adoptó nuevas dinámicas. El costumbrista español Julio Sesto (1871-1960), avecindado en la Ciudad de México, le dedicó su novela romántica La casa de las bugambilias (1917); ubica la trama en una casona solariega del pueblo de Tacubaya, en el ambiente de la burguesía de principios del siglo XX. Infaltable en este recuento sobre las diversas formas de celebrar las posadas son las populares, retratadas por Gabriel Vargas en las historietas cómicas Familia Burrón (1948-2009). En ellas se aprecia el modo de organizarlas por los inquilinos de las vecindades del centro histórico. Las posadas eran una de tantas formas de su solidaria convivencia.

Analista político. @L_FBravoMena.