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Es obvio que el presidente López Obrador es consciente del temor que abrigan amplios sectores de la sociedad mexicana y de la comunidad internacional, por los destellos autoritarios que emite su gobierno y sobre la naturaleza del régimen que se propone construir.
En su prolongado discurso del pasado 1 de julio, en el festejo del Zócalo, incorporó una declaración, a modo de conjuro, para disipar esas alarmas; exorcismo ya expresado, palabras más palabras menos, en otras plazas y foros con anterioridad. El lunes lo dijo así: “Reitero, para que nadie se confunda: no luchamos para construir una dictadura, luchamos para construir una auténtica, una verdadera democracia. Estamos a favor del diálogo, de la tolerancia, de la diversidad y del respeto a los derechos humanos”. (EL UNIVERSAL, p. A6).
Loable es su esfuerzo por tranquilizar a quienes toman nota puntualmente de sus palabras y decisiones, de los actos de su administración así como de las expresiones de los ideólogos y propagandistas de la 4T; lamentablemente es muy probable que sus garantías retóricas resulten insuficientes para sosegar el ambiente de desconfianza e incertidumbre creado desde que Peña Nieto le entregó anticipadamente el poder.
Las mismas expresiones que utiliza el Presidente con intención balsámica, podrían provocar mayor urticaria. Al adjetivar su proyecto de democracia, abre la puerta para todo tipo de interpretaciones y conjeturas. “Verdadero”, “auténtico”, son conceptos universales, absolutos, que en la praxis política han dado origen a cualquier cantidad de experimentos totalitarios, de abusos y genocidios.
La desastrosa historia de los sistemas totalitarios que utilizaron la etiqueta democrática, como las “democracias populares” de los regímenes comunistas de Europa del Este y otros del mismo jaez en el Caribe y en distintas regiones del orbe, son un buen ejemplo de como esa forma de “gobernar para el pueblo” tritura a los seres humanos, bajo el peso de una maquinaria política-ideológica conducida por un mandamás iluminado e infalible.
Por lo pronto, acorde con el discurso oficial, todo cuanto se ha construido con anterioridad en el país, toda vez que fue besado por el diablo del neoliberalismo, hay que destruirlo. La demolición tiene fecha y en diciembre se terminará de “arrancar de raíz el régimen corrupto”. Así, los bulldozer, trascabos y retroexcavadoras con martillo de la 4T, se aplicarán para no dejar piedra sobre piedra, del modelo de democracia liberal que los mexicanos, incluidos buen número de los actuales cuadros dirigentes morenistas, edificamos en décadas pasadas, para dar paso a una mítica, verdadera y auténtica democracia popular.
Verdad es que la democracia liberal a la mexicana, hija de la transición del régimen presidencialista con partido dominante a uno de presidencialismo acotado con pluripartidismo efectivo, reforzado con instituciones electorales y órganos jurisdiccionales autónomos, no fue acompañada de una reforma más profunda para crear un Estado de derecho sólido y decente. De esa falla proviene su desprestigio sobre la que ahora se funda el propósito de tirarla a la basura y levantar otro modelo de democracia ideal, sin que hasta ahora se hayan definido sus elementos constitutivos.
Llegados a este punto es la hora de exigirle al régimen precisiones sobre el modelo de sistema político que pretende erigir; no bastan enunciados generales con lugares comunes anestesiantes políticamente correctos. ¿Vamos hacia una adaptación tropicalizada de “democracia popular” tal como la definían los manuales de los revolucionarios izquierdistas de antaño?
Para hacernos idea, concluyo con esta cita: “La peculiaridad de la D.P. consiste en que existe el pluripartidismo, desempeñando el papel dirigente el partido marxista-leninista y un amplio frente popular …también representantes patrióticos de otros grupos sociales y políticos que reconocen el papel dirigente de la clase obrera con su partido a la cabeza…” (Breve diccionario político, Editorial Progreso, Moscú, 1983).
Analista político.
@LF_BravoMena