Andrés Manuel López Obrador lleva ocho meses con las riendas del poder en sus manos y noventa días en la Presidencia de la República. Como ha sido público y notorio, además de muy comentado, esta situación inédita en nuestra historia política contemporánea, es producto de la primorosa concertacesión, pactada entre el anterior titular del Ejecutivo Federal y jefe del PRI, Enrique Peña Nieto, con el avasallador candidato morenista.

Sin este dato es inexplicable la rapidez con la que se está operando la segunda etapa, de la primera fase, de la llamada Cuarta Transformación. Hasta donde es posible colegir de los innumerables discursos, textos, libros y declaraciones del presidente López y de sus ideólogos utilitarios, al nuevo régimen se llegará luego de transitar por dos fases sucesivas:

Los objetivos de la primera son tomar el poder, dominar la maquinaria burocrática y crear redes de control social; la meta de la segunda es un Congreso Constituyente que dará a luz a un nuevo Estado y una nueva sociedad.

La toma de poder se inició el primero de julio de 2018; de esa fecha hasta el primero de diciembre, el ganador en las urnas comenzó a gobernar de facto: anticipó decisiones, definió programas y políticas públicas prioritarias, preparó proyectos de ley y presupuestos. Lo anterior permitió que, al iniciar legalmente sus funciones, pasara de inmediato a la etapa de su consolidación: dominio de la estructura del Estado y proclamación de la primacía del liderazgo político sobre los poderes fácticos: empresariales, mediáticos, fuerzas armadas, corporaciones sindicales e iglesias. Redujo al mínimo la capacidad de contrapeso en los órganos autónomos y “jibarizó” a las autoridades estatales y locales con los delegados presidenciales en las 32 entidades de la República.

La fase de consolidación ciertamente va muy avanzada pero aún está lejos de alcanzar su plenitud. Esa meta se deberá alcanzar antes del 2021, así lo pronostican sus representantes más conspícuos, para que en las elecciones intermedias el poder popular, debidamente encuadrado en nuevo partido hegemónico, se imponga contundentemente. Cualquier vestigio de la pulverizada oposición debe quedar reducida a la irrelevancia. Llegados a ese punto comenzará la segunda fase: la convocatoria al nuevo constituyente.

Es obvio que este desarrollo estratégico está sujeto a las condiciones del entorno económico y político en los ámbitos nacional e internacional. Algunos de esos factores pueden acelerar el proceso, ralentizarlo o incluso detenerlo abruptamente. Así ocurrió en la sucesión del presidente Lázaro Cárdenas (1939-1940). La disputa entre dos facciones del PRM; una, partidaria de la continuidad y radicalización del modelo populista, encarnada por el General Francisco J. Múgica; otra, aconsejaba la rectificación y moderación del rumbo que había tomado el régimen posrevolucionario representada por el General Manuel Ávila Camacho. La combinación de factores nacionales, entre otros, la inconformidad popular y problemas económicos graves, mezclados con la turbulencia internacional que desembocó en la Segunda Guerra Mundial, inclinó el prudente dedo presidencial en favor de su compañero de armas, el caballero Ávila Camacho.

Regresemos a nuestro tiempo: se dieron a conocer acciones que buscan crear contrapeso a la hegemonía del supremo gobierno. De igual forma, en el parlamento, particularmente en el Senado, la oposición logró llevar a la mayoría oficialista y al propio presidente, a rectificar aspectos sustanciales de la reforma constitucional para crear la Guardia Nacional. Todo ello indica que más que diatribas, juicios o ataques vulgares entre gobiernistas y opositores, el esfuerzo por generar el dialogo inteligente y sólidamente sustentado, es el camino adecuado para que el proyecto nacional del futuro sea una obra plural, de todos los mexicanos, sustentado en la democracia para la justicia en la libertad.

Analista político.
@LF_BravoMena

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses