Reza un refrán popular que hay tiempos para lanzar cohetes y otros para recoger varas. La recién instalada administración amloísta se encuentra felizmente ocupada en la primera tarea. No queda muy claro si tiene conciencia de que en algún momento habrá de ocuparse de levantar el tiradero del festejo.

Todos los gobiernos comienzan con buenos augurios, alimentan expectativas de progreso y bienestar; realizan acciones relativamente sencillas para nutrir las esperanzas y la percepción positiva entre los gobernados. Esta operación resulta tanto más exitosa si tiene un contenido y significado disruptivo, por el desprestigio del gobierno anterior o el colapso del régimen precedente.

Vienen a mi memoria los gloriosos años de la tercera ola democrática (Huntington): en la Europa mediterránea cayeron las dictaduras, se instalaron gobiernos democráticos en Grecia, Portugal y España. En Latinoamérica los gorilatos salieron de la escena cediendo el paso a liderazgos civiles y democráticos.

La humanidad asistió embelesada al desmoronamiento del totalitarismo comunista en Europa del Este y el florecimiento de la libertad en los países atrapados en la cortina de hierro. De aquellas luces en el firmamento, plagadas de promesas e ilusiones pocos podrán vanagloriarse. A todos les llegó el tiempo de las amarguras, de ajustar los sueños a las realidades inescapables. Ni siquiera los más tozudos voluntaristas pudieron seguir tirando cohetes todo el tiempo.

Casi al final, México participó de aquella ola. Una larguísima transición del autoritarismo a la democracia ocupó doce años (1988-2000), si la contabilizamos a partir de que se iniciaron negociaciones para transformar la naturaleza del régimen; o 23 años, si la medimos desde la fase de liberalización impulsada por Jesús Reyes Heroles (1977-2000).

A pesar del retraso con la que llegó la alternancia democrática a nuestras tierras, no por ello dejó de generar sueños y promesas. La figura central de aquel momento estelar en la historia nacional —verdadera cuarta etapa en la hechura del Estado mexicano— fue Vicente Fox.

El primer presidente surgido de las filas de la oposición había ganado las elecciones con el 42.52 por ciento de los votos. Pero el primero de diciembre, al momento de colocarse la banda presidencial y rendir la protesta, diversas encuestas reportaban un respaldo cercano al 80 por ciento. Recuerdo que la noche anterior a la ceremonia de toma de posesión, como presidente nacional del PAN, ofrecí una cena de bienvenida a líderes democráticos de diversos países a quienes habíamos invitado. Entre ellos al legendario Lech Walesa, héroe de la liberación democrática en Polonia. Escuchaba atento del traductor nuestros festivos comentarios sobre el sorprendente crecimiento de la popularidad de Fox. Con bonachona seriedad nos ofreció a los comensales un amigable consejo; según lo recuerdo, dijo: “Es momento de preocuparse”.

El exlíder del Sindicato Solidaridad, que había derribado la farsa de la dictadura del proletariado en su país, había ganado las primeras elecciones democráticas del poscomunismo en 1990 con el 74.25 por ciento de los votos. Se reeligió en 1995 con el 48.28% y en el año 2000 sólo obtuvo el 1.01 por ciento de la votación. Walesa había tronado cohetes e igualmente recogió amargas varas.

Ningún político ni jefe de Estado es inmune a este proceso de natural desgaste en el ejercicio del poder. Lula, en Brasil, podrá contar una historia semejante. Los políticos con alma autoritaria o tiránica intentan salvar ese duro, y a veces ingrato, trance por la vía de la represión y la liquidación de las libertades. Los demócratas se someten a las reglas del Estado de derecho y aceptan el veredicto popular pronunciado en elecciones libres.

Valgan estos recuerdos y reflexiones, ahora que en México estamos en pleno festival de juegos pirotécnicos y hermosas luces multicolores en el firmamento.

Expresidente nacional del PAN.
@ L_ FBravoMena

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