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Para nadie es un secreto que los partidos políticos y los Congresos, como instancias de representación, ocupan los últimos lugares de popularidad en las mediciones sobre credibilidad institucional. La realización periódica de elecciones y la transferencia pacífica del poder no han evitado la sensación de que el espacio en el que se toman las decisiones públicas está “secuestrado” por unos cuantos.
México no es el único caso. En la región latinoamericana, según la última edición de Latinobarómetro, esta percepción ha ido en aumento, al grado de que en 2018, el 79 por ciento dijo creer que se gobierna para “unos cuantos grupos poderosos en su propio beneficio”. En el listado de 18 países, el mayor sentimiento de exclusión en la toma de decisiones se lo disputan Brasil y México.
Los intentos por acercar los resultados de la labor legislativa a los ciudadanos han tomado distintos caminos. Desde el 2014, el Instituto Nacional de Acceso a la Información y Protección de Datos (Inai) y un grupo de organizaciones sociales promovieron la Alianza para el Parlamento Abierto. El objetivo fue generar una forma de interacción entre la ciudadanía y los poderes legislativos, basado en diez principios, para fomentar la transparencia, la participación y la rendición de cuentas.
El acuerdo era oportuno porque se acababa de aprobar una importante reforma constitucional en materia de transparencia. También estaban pendientes leyes complementarias. Sin embargo, lo que inició con un compromiso con el derecho a saber, derivó en una dinámica perversa que terminó por poner demasiado énfasis en la vigilancia social de las designaciones públicas y en la elaboración de leyes por parte de la sociedad a costa de la rendición de cuentas.
Entre flashes, medios de comunicación e interlocuciones se crearon comités de acompañamiento, interlocuciones y audiencias públicas. Estos ejercicios interesantes, jurídicamente no vinculantes, no conjuraron la aparición de transitorios, excepciones y nombramientos afines a la naturaleza política del Congreso. El Poder Legislativo es en esencia un espacio de intereses en disputa. En contraparte, esta ruta se aprovechó para diluir responsabilidades, mitigar costos políticos y debilitar cualquier intento de exigencia.
Las audiencias sobre la Guardia Nacional son un ejemplo del agotamiento de un modelo de participación catártica y agotadora que poco incide en el espacio público y más cuando hay una pluralidad política acotada. Lejos del barullo mediático, el Congreso de la Unión sigue sin cumplir con todas sus obligaciones de transparencia. Aunque existen avances en el acceso a cierta información, aún prevalece la opacidad en el manejo de los recursos públicos. A principios del año pasado, la Auditoría Superior de la Federación observó la falta de acreditación de más de mil millones de pesos correspondientes a las asignaciones de los grupos parlamentarios en el Senado. Asimismo, en la última edición del Diagnóstico de Parlamento Abierto, tanto el Senado como la Cámara de Diputados obtuvieron calificaciones reprobatorias en lo que se refiere a la información presupuestaria y administrativa. Nadie le disputa a los legisladores los votos que los dotan de la legitimidad para ejercer su encargo. Sin embargo, su curul no los exime de cumplir la ley y sí los obliga a rendir cuentas de sus decisiones.