La miseria, la violencia y la falta de oportunidades no son elementos suficientes para explicar el éxodo centroamericano que recientemente llegó a la Ciudad de México luego de cruzar medio país a pie y en aventones. La pobreza y la inseguridad son la realidad en que vive por lo menos la mitad del planeta, sin embargo, ni todos los desvalidos abandonan sus países, ni todos se atreven a aventurarse a una travesía extrema como la que hoy atestiguamos. Es por eso que tratando de ver de manera panorámica, podemos decir que lo que estamos viendo a través de todos y cada uno de los migrantes que atraviesan México, es una rebelión contra la mentira que les han contado de una democracia que no existe en sus países. Su caminar es el descrédito absoluto del sistema político que gobierna los territorios donde nacieron.
Los éxodos contemporáneos son por tanto la imagen más cruda y feroz de la perdida de credibilidad en el sistema democrático, que si bien no ofrece eliminar la desigualdad, por lo menos cada tanto, a través de elecciones medianamente claras y transparentes, mantiene la promesa de renovar los cuadros políticos y obligar a que las élites cedan un tanto en sus ambiciones a cambio de que el país del que se enriquecen hasta el hartazgo no sucumba. Algo así como soltar un poco antes de matar a la gallina de los huevos de oro.
Las masas humanas caminando lo más lejos que se pueda de su propio país lo que evidencian es su total incredulidad de que las cosas pueden cambiar, de que hay salidas y de que en una próxima elección pueden renovar las ilusiones. Cuando se cierra esa posibilidad, se acaban los motivos para permanecer y solo queda decidir cuando empezar a andar, aunque no se sepa ni que tan lejos queda el destino que se vislumbra como la última oportunidad. Migrar en esas condiciones es un acto de protesta, de profundo malestar, de intentar vivir pese a todo, donde sea.
Todos y cada uno de los países de origen de las grandes diásporas contemporáneas tienen en común provenir de democracias fallidas, mal acabadas o en franca simulación. En los países donde aún con el agobio de situaciones que tensan al extremo el ambiente social, como lo ha hecho Donald Trump en Estados Unidos, la esperanza de que las cosas pueden cambiar en una jornada electoral, tiene la capacidad de mesurar al propio poder. Así lo vimos en las recientes elecciones intermedias de ese país, donde el panorama político cambió y se abrieron nuevos frentes de batalla, surgieron actores políticos antes impensables, como minorías raciales, mujeres y diversidad sexual, ahora en la cima del poder. En esas condiciones la promesa democrática no es perfecta pero alivia.
Países como Honduras, Nicaragua y Venezuela, entre tantos otros, llegaron a un punto en que la próxima elección dejó de ser una opción cívica dentro de los márgenes de la legalidad. Alguien hará trampa, se impondrá o usará el sistema a su favor, o en última instancia, simplemente no cumplirá sus promesas de campaña y no habrá quien cobre la factura política porque todos habrán huido/migrado antes.
Así pues, si no vinculamos la inoperancia de los sistemas políticos que expulsan masivamente no solo por condiciones de pobreza o la violencia que el mismo Estado controla y administra, seguiremos creyendo que los éxodos son masas sin objetivo político, cuando al migrar de esta manera están votando con los pies. Que no se nos olvide, por cierto, que si hay un país que abandera esta experiencia porque durante décadas ha sido el mayor expulsor de población de su propio territorio, ese es México.
Profesora-investigadora del Instituto
Mora. Red de Migrantólogos