Las imágenes recurrentes de miles de personas migrantes entrando a territorio mexicano y transitando por él los últimos meses no dejan lugar a dudas. Estamos ante un cambio histórico y todos lo sabemos. Se trata de la primera vez en la que los mexicanos somos conscientes de que nuestro país es el paso rumbo a Estado Unidos. Geografía es destino, dicen, y nosotros estamos junto al país económicamente más potente del planeta, lo que explica que seamos, desde hace décadas, el mayor corredor migratorio del mundo. Pero esto no es la novedad. La novedad es que esta vez, quienes cruzan no lo hacen sigilosamente y buscando no perturbar y tratando de pasar desapercibidos. Al contrario, llegan en números que sobrepasan en mucho la capacidad de la infraestructura de albergues, que desde hace años los recibían sin que muchos lo notaran, por lo que ahora, se instalan en las plazas públicas, los jardines, las escuelas, las carreteras de las comunidades que están a su paso. Para los que tienen contacto diario con esta situación la fricción es creciente pues sus vidas se han alterado y no saben cuándo parará este flujo.
Un detalle lo revela, la primera caravana de finales del 2018 sorprendió entre otras cosas, porque quienes avanzaban recibieron muestras de apoyo, solidaridad básica, hospitalidad. Encontraron palabras y rostros de comprensión entre mexicanos de todo el país –salvo excepciones. Sin embargo, conforme han continuado las caravanas, no hay más trozos de pan, arroz y frijoles, ni caras amistosas, ni consignas de entusiasmo. Esa es la crisis. No la llegada de otros, extranjeros buscando el norte, sino su presencia en nuestras vidas. Entonces, lo que vuelve el tema complicado no es siquiera su número, que anualizado ya era enorme (400 mil personas al año), sino que al constituirse como grupos caminando juntos, se percibe como una marabunta y se viven como un asunto inmanejable.
De parte del gobierno mexicano la ambigüedad no ayuda. Por un lado, un discurso humanitario de puertas abiertas y de no criminalización del migrante y por el otro, redadas, imágenes insoportables de niños jaloneados de los brazos de sus madres, personas detenidas por el desdichado crimen de ser pobres. No es fácil y no hay una solución sencilla, ni de parte de la autoridad mexicana que no acaba de encontrar una postura intermedia acorde a sus intereses y la pesada carga de lidiar con Trump, ni de parte de las organizaciones solidarias que abogan por el libre tránsito sin reservas, pero cuyo discurso humanista también esta desbordado ante la incapacidad de ayudar a tantos en tan corto espacio de tiempo y geografía.
Sin embargo, el mayor peligro en este momento son las voces mexicanas que azuzan la xenofobia. Que llaman a defender, resistir, oponerse a “los que llegan”. Vemos respuestas violentas en las redes sociales contra esta oleada migratoria y canales de youtube expresamente armados para intensificar un discurso que apela al recurso más elemental de ver a la migración como una amenaza, igualito que lo ha hecho Trump durante años.
Ciertamente no se puede minimizar la gravedad de la situación, pero hay que ubicar este problema en un nivel aún más complejo que la fuga por hambre, violencia o injusticia. En este tema hay responsables, de entrada, los gobiernos que expulsan –y sus cómplices–, porque ellos han perpetuado las condiciones para que miles salgan huyendo. No obstante, es tiempo de serenarse y como diría Zygmunt Bauman en su libro, “Extraños llamando a la puerta”, asumir que vivir en el siglo XXI incluye, entre otros muchos desafíos, reconocernos en la diversidad planetaria que la migración trae consigo y la que los mexicanos, tal parece, apenas estamos descubriendo que existe. La xenofobia es la más falsa de todas las salidas, en la que nadie gana y perdemos todos.