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El exilio siempre duele. Porque duele cambiar los planes, la trayectoria de vida que cada quien va trazando, la que parecía seguir su rumbo, la que estaba, aparentemente, predestinada a cumplirse. El exilio duele además porque es otra forma de decir migración forzada o desplazamiento por violencia. Formas distintas de mencionar un mismo proceso que siempre y por siempre, se acompañan de un duelo que se mantiene en el alma y se hereda por generaciones. Así lo hicieron los judíos expulsados de tierras españolas hace cinco siglos, quienes a través de hermosos cantos en ladino –español antiguo que hoy resurge con una fuerza inusitada–, recuerdan el dolor inmenso de ver sus casas, sus campos, sus valles desde la lejanía a la que nunca más volvieron. Para resarcir un poco este sentimiento de pérdida que aun perdura, el Estado español contemporáneo decidió aprobar una ley que reconoce la nacionalidad española a los descendientes de los judíos sefaradíes, herederos de ese exilio, como una forma minúscula pero sentida, de aceptar que pese al tiempo, la ausencia aun cala en la memoria.
Lo mismo puede decirse de la necesidad de no olvidar, nunca olvidar, la gesta histórica que trajo aquí a varios miles de españoles republicanos que salvaron la vida hace exactamente ochenta años buscando una orilla donde guarecerse por un tiempo que se volvió eterno y que los cantos de la memoria no dejarán que se olvide nunca, por gratitud, por resistencia, por orgullo, por melancolía. Tal vez también llegue el día en que el Estado español que los expulsó les reconozca el dolor causado a sus propios descendientes y como gesto de humildad les brinde el consuelo de pedirles una disculpa, que no pasa de ser simbólica, pero que es un gesto de reconciliación aun pendiente para aquel país que no acaba de procesar que estuvo dividido durante décadas.
Ese sentimiento de ausencia obligada para salvar la vida es exactamente el que hoy viven miles de personas que transitan por territorio mexicano buscando en su mayoría llegar a Estados Unidos. También ellos son exiliados y ese sentimiento los hermana con otros tantos exilios de tantos otros tiempos. También ellos perdieron su paz interior al tener que dejar seres queridos, sus casas, sus costumbres y placeres. Si el miedo es el motor de todo exilio eso mismo es lo que los obligó a ellos, los actuales desterrados en su mayoría centroamericanos, a decidirse a emprender una odisea que enfrenta no solo el duelo de su propia lejanía, sino que suma el rechazo y la criminalización que los cataloga como amenaza. Se cierran las fronteras como en otros tiempos se amurallaban los castillos y a los dolientes ahora se les repele con guardias militares.
Cuando podamos ver que un episodio enlaza al otro y que pese al tiempo todos y cada uno de los exilios son parte de un mismo proceso, tal vez las miradas podrán cambiar y encontrar más empatía de sociedades que como la mexicana, están cruzada por una migración forzada desde hace décadas.
Dos imágenes pueden ilustrar este argumento. En la película de Visa al paraíso de Lilian Liberman, una familia recuerda que cuando venían en el barco que les salvó la vida en 1939, abrieron un mapamundi para ver donde estaba ese país llamado México que los recibiría. En La frontera infinita, de Juan Manuel Sepúlveda, un grupo de centroamericanos ven un mapa y discuten si Chicago esta tan cerca como parece o esta fuera de las fronteras mexicanas. ¿Qué más da? En ambos casos lo que importa es un lugar a donde llegar, reponerse del viaje, del miedo y retomar la vida, la hermosa vida.
Profesora investigadora del Instituto Mora
@migrantologos