La relación de México con Estados Unidos se ha convertido en una relación líquida. Todos los elementos convencionales en los que se basaba han tendido a moverse como un fluido incontrolable. La imprevisibilidad del presidente Donald Trump ha hecho que absolutamente todo esté en entredicho. Las certezas de la década final del siglo XX han saltado por los aires, y hoy ni el más audaz de los analistas se atreve a decir cómo quedarán las relaciones entre los dos países después de la pesadilla Trump, porque me queda claro que el mal sueño habrá de terminarse y se reconocerá que ambas naciones comparten intereses económicos, población y, por supuesto, una agenda de seguridad que deben administrar de manera constructiva y conjunta.
Estamos destinados a entendernos a pesar de todas las diferencias que hoy se perciban en el ambiente. La incertidumbre externa no es obstáculo para que México se proponga tareas que movilicen, ya no solo a un nuevo gobierno, sino a una generación completa. Selecciono tres para esta entrega que me resultan no solo prioritarias, sino propicias para reducir las divergencias y polarizaciones ideológicas que hemos visto en estos meses. Independientemente de quien gobierne el país, me parece que la reducción de desigualdades es una prioridad no solo ética, sino económica. Y cuando digo económica no solo me refiero a la viabilidad misma del país que, con la mitad de pobres o con salarios de miseria, no puede plantearse un crecimiento mayor, sino como un elemento básico de relación con el exterior. Hoy las economías más importantes del planeta acusan a naciones de renta media, como la nuestra, de practicar el dumping social, y nos puede parecer detestable el argumento, pero no por ello deja de ser cierto. La competitividad de México no puede depender de los bajos salarios en el futuro y, además —aquí entra el segundo gran propósito interpartidista—, se debe mejorar el prestigio de México en el exterior. De todos los estigmas que marcan la imagen de nuestro país en el mundo, prevalece el de un país bárbaro y desigual donde unos cuantos viven en la opulencia y millones huyen al norte buscando una vida mejor. La imagen de un país injusto y corrupto favorece la demagogia trumpista y el anti-mexicanismo.
México debe hacer un esfuerzo por trabajar su reputación de una manera renovada y dejar atrás la idea de que la imagen del país se cambia con campañas publicitarias o con maniobras de relaciones públicas en revistas especializadas. Hoy la reputación es un valor fundamental para compañías, candidatos y, por supuesto, para las naciones, y claramente un buen prestigio se construye desde la propia realidad. No se puede comunicar que una marca de vehículos o relojes es maravillosa y exclusiva si ésta resulta disfuncional y decadente. Para vender marca y reputación se tiene que transformar una realidad, y eso comunica más que mil campañas.
La tercera gran tarea es demostrar al mundo que el Estado mexicano tiene capacidades para controlar lo que ocurre en el país y evitar que el crimen organizado haga su santa voluntad. Cuando Trump acusa al gobierno mexicano de no hacer nada para impedir el tráfico de personas en su frontera sur, parece suponer que las autoridades mexicanas no quieren hacerlo por una cuestión de cálculo político o estrategia maquiavélica, pero en realidad, en México, sabemos que el gobierno no lo hace porque no puede, porque no tiene instrumentos ni capacidades para inhibir el tráfico de personas, como tampoco lo tiene para frenar el robo de vehículos y el robo de gasolina. El Estado mexicano es un gigante político con pies de barro administrativo.
Analista político. @leonardocurzio