En el aniversario luctuoso de Emiliano Zapata, el Presidente decidió retomar su tradicional división de la historia en cuatro episodios transformadores. Tres de ellos, decía, terminaron en violencia y, en muchos casos, con la muerte de los iniciadores y/o inspiradores de estos movimientos. Así, el mandatario fue recorriendo páginas de la historia y mártires de la República, quienes lamentablemente perdieron la vida a manos de otros compatriotas. Esa es parte de la triste historia patria, nuestras victorias son sobre nosotros mismos y rara vez sobre extranjeros. Quizá por eso el 5 de mayo tiene ese particular eco dentro y fuera de nuestras fronteras. Esos triunfos y esas muertes son una forma de expresar lo invertebrados que hemos estado como nación, no siempre dotada de propósitos cohesionadores y edificantes.

El Presidente celebraba que esta cuarta transformación se haga sin violencia y ¡qué bueno que así sea! Tengo la impresión, sin embargo, de que el jefe del Estado es proclive a pasar por alto que la historia política reciente ha sido bastante más pacífica de lo que queremos reconocer. La estridencia de los discursos no debe ocultar que, si la métrica elegida para medir los cambios gubernamentales es la cantidad de líderes asesinados, cabría decir que desde que tenemos régimen sexenal, constitucionalmente establecido, todos los presidentes de México, desde Lázaro Cárdenas, hasta Enrique Peña Nieto, han terminado su mandato sin novedad, en lo que a su integridad física se refiere.

Es verdad que ninguno intentó alterar el plazo constitucional y si algún ánimo reeleccionista albergó alguno, muy pronto naufragó ante la sensatez republicana. El general Cárdenas no solamente canceló esa posibilidad para sí mismo, sino que la estableció como una contribución importante para la estabilidad política del país. Cárdenas transformó el país y logró tener una vida plena y fructífera después de su mandato. Al terminar su Presidencia pudo servir de mil maneras a la República y morir en compañía de su familia, como también lo hizo Ávila Camacho y Miguel Alemán quien formó una dinastía empresarial que, hasta la fecha, forma parte de la aristocracia empresarial de este país. Ruiz Cortines aún es fuente de ejemplo en especial para el presidente López Obrador y murió retirado, sin violencia; lo mismo ocurrió con López Mateos.

Gustavo Díaz Ordaz, el más criticado y represor de los últimos años, terminó su sexenio y después fue un polémico embajador en España. Echeverría sigue vivo y López Portillo, artífice de todo el desorden económico de este país, terminó sus días humillado más por su pareja, que por las armas de sus adversarios. Miguel de la Madrid consiguió más reconocimiento en el periodo posterior a su Presidencia que durante el ejercicio de su mandato. Salinas de Gortari desfondó moralmente al Estado mexicano y es el que mayor persecución judicial y política ha tenido y, que yo sepa, sigue ocupado en sus asuntos. Lo mismo ocurre con Zedillo quien ahora tiene (para urticaria de alguno de sus homólogos) un reconocimiento en las grandes universidades del planeta y pasa la mayor parte de su vida en Estados Unidos. Fox sigue en México haciendo negocios y activo en la vida pública, Felipe Calderón se busca la vida como un profesionista que no hizo fortuna tras su paso por el poder y Enrique Peña, salvo sus quebrantos matrimoniales, parece más preocupado por las mujeres hermosas que por que peligre su vida. No hay pues, motivo para pensar en que la 4T suponga un riesgo para la vida de nadie, si deciden conducirse dentro del marco constitucional y agotar los plazos previstos sin generar disputas republicanas. Lo lógico es que cuando termine su mandato el Presidente pueda disfrutar de una vida placentera en su finca, cuidando nietos y escribiendo memorias, como lo han hecho todos sus predecesores desde Lázaro Cárdenas. Esa ha sido la historia reciente del país y no las guerras civiles y las revoluciones de otra época.

Analista político. @leonardocurzio

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