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Buena parte de la estrategia narrativa del Plan Nacional de Desarrollo está basada en un corte temporal de lo que ocurrió en este país hace 36 años. El discurso presidencial es tributario del debate que se generó a principios de los años 80 en el PRI sobre el ocaso del desarrollo estabilizador y la necesidad de introducir reformas que sanearan la economía. El debate tiene tres capítulos insuficientemente tratados por una división artificial establecida desde el discurso político. El primero es el colapso del modelo anterior, el segundo la necesidad de reformar estructuras inoperantes y el tercero es la profundidad de los cambios de corte liberal. Cada uno tiene sus particularidades y, por supuesto, no es este el espacio adecuado para tratarlos en profundidad.
En primer término, la crisis que explotó en 1982 es producto de una acumulación de contradicciones insalvables que llevaron al país a la dependencia del ahorro externo, al sometimiento tecnológico y por supuesto a un crecimiento profundamente desigual entre el campo y la ciudad, así como a marcadas diferencias sociales. Cierto es que un ritmo de crecimiento elevado permitía mantener abiertas las expectativas de amplios sectores y, por tanto, un dinamismo social que las siguientes generaciones no han conocido. Pero el modelo era profundamente ineficaz y ampliamente parasitario de la tecnología y las finanzas externas; no generó innovación y en muchos sentidos el crecimiento fue concomitante al del resto de las economías. En otras palabras, no es que hayamos hecho algo heterodoxo, simplemente seguimos, con prudentes decisiones internas, la oleada del crecimiento global hasta que la ola rompió en la playa del 1972/3.
Aunque nuestra tendencia es siempre leer todo en clave local y, por ende, desligarnos de la economía mundial, el ocaso del modelo de desarrollo autocentrado ocurrió justo cuando, a nivel global, la crisis explotaba (1973). Una década de demagogia y discursos patrioteros nos permitieron sobrevivir con el modelo anterior hasta que no había dinero ni para pagar las nóminas. Si hubiésemos empezado a cambiar a mediados de los años 70 probablemente la crisis no hubiese tenido la profundidad que se registró en los 80.
Las reformas liberales no fueron tanto una imposición como una terapia de choque para una economía endeudada hasta el extremo, nunca fueron planteadas como un tratamiento de cirugía estética para perfeccionar un cuerpo, sino más bien como una radiación para curar a un cuerpo infestado de células cancerígenas. Es verdad que las radiaciones no surtieron el efecto que prometían, pero el tema sustancial es cómo una reconstrucción interesada en el pasado, tiende a restaurar una supuesta armonía original rota por la acción insensible y servil de las élites liberales.
Entiendo perfectamente que un hombre de la generación del Presidente, que pertenecía al Partido Revolucionario Institucional, siga viviendo este momento como una revancha personal sobre sus entonces compañeros de partido, quienes ganaron el debate en los años 80 y administraron el país varios sexenios.
Ahora que gana la fracción nacionalista-revolucionaria es comprensible que el mandatario viva esto como un debate personal entre él y Carlos Salinas, pero me sorprende que la comunidad de historiadores no tenga una posición más firme en el debate público sobre lo que realmente ocurrió. La historia puede caer en abismos legitimadores del discurso político y, por tanto, es comprensible que un gobernante tan poderoso como el que tenemos, se quiera apropiar de ésta y reescribirla a su manera para autoasignarse un papel a la altura de los grandes héroes. Pero, atención, la historia juzga a las personalidades por su legado, no por su arranque.
A Porfirio Díaz no se le ha juzgado por haber sido el héroe del 5 de mayo, ni el militar liberal, ni mucho menos el exitoso presidente del primer periodo; sino porque se adocenó en el gobierno y se rodeó de oligarcas insensibles. La memoria juzga por lo que queda después una administración, no por los intentos de autoexaltación de los mandatarios. Pero lo inquietante es que hoy, la historia, la reescriben desde el gobierno, desde la llegada de Cortés hasta lo que ocurrió hace 36 años.
Yo no creo que los historiadores deban politizar su actividad y mucho menos confrontar a un Presidente a quien le gusta la historia y la escribe a su satisfacción, pero sí creo que deberían contar la de una nación que hace 36 años no era el paraíso terrenal. Era un país atávico, autoritario, lleno de rituales presidencialistas irritantes y con una frustración por no atender satisfactoriamente a los millones de personas a quienes la revolución simple y llanamente no les hizo justicia. Cuando los historiadores dejan el espacio, los políticos escriben la historia y siempre es para darse brillo y legitimación.