Si tuviera que elegir de entre todas las propuestas positivas que el gobierno ha formulado en sus primeros días, no tendría reparo en decir que celebro su política migratoria, que me parece un acierto su aproximación a las drogas, así como la política de inserción de los jóvenes al mercado laboral, la cual considero audaz e innovadora, lo mismo diría de que destinemos 5 mil millones de dólares al desarrollo de Centroamérica. Me parece también valioso que el presidente haga un esfuerzo cotidiano por dar a conocer su pensamiento sobre distintos temas en sus extensas conferencias de prensa, alimento fundamental, en estos días, de los espacios informativos.

La prisa por cambiar las cosas debe, sin embargo, acompasarse si no quiere que los errores opaquen a los aciertos, y no por cuestiones de fondo, sino por errores graves en la redacción de leyes y por ese ánimo innecesariamente confrontador que el jefe del Estado insiste en exhibir. Los gazapos que se colaron en la ley de topes salariales se han repetido ahora en la propuesta de reforma al tercero constitucional que, de manera equivocada, cancelaba la autonomía universitaria. Es verdad que los miembros del gobierno lo aclararon, pero que un desliz así se vaya el mismo día en que el Ejecutivo está planteando retirar del mapa al Instituto Nacional de Evaluación Educativa y —ahora vemos— una reducción de mil millones al presupuesto de la UNAM generan todo tipo de suspicacias. Por cierto, a mí me parece un gran error que se quiera sustituir al INEE por un centro controlado por el propio secretario de Educación y me parece un error colosal recortar el presupuesto de la UNAM. La UNAM recibe anualmente un monto similar a la recompra inicial de papeles del NAIM, no hay derecho a cortar a la Universidad para solventar una pésima decisión de política pública. Espero que rectifiquen en la UNAM y en el NAIM. Si algo ha caracterizado a la Cuarta Transformación es su poca receptividad a las críticas pero (hay que reconocerlo) tiene capacidad de enmendar. Derrochan entusiasmo diciendo que todo está de maravilla y si algún problema ven, aplican la máxima de La Oreja de Van Gogh: “me callo porque es más cómodo engañarse”, pero en última instancia rectifican.

Ya como gobierno deben afinar sus reflejos ante la crítica y no sentirse injustamente tratados. Lo peor que le puede pasar a este gobierno es razonar como el anterior que consideraba que “nunca hacíamos bien las cuentas” o el “ya chole con las críticas”. La tentación es enorme y además la izquierda tiene una larga tradición crítica de quienes no piensan como ellos, pero la suspende prudentemente cuando se trata de arropar correligionarios. De otra manera no entiendo que hayan permitido que el gobernador morenista de Morelos hiciera una misa en el Palacio de Gobierno o que los legisladores de ese partido estacionaran sus autos en el mismísimo Zócalo (si vas a ver al presidente, o llegas en Jetta o en Uber, pero no en esos coches que rebasan, por mucho, la capacidad económica de quien dice ganar 74 mil pesos). Y también celebran estrambóticos rituales a la Pachamama para iniciar el Tren Maya sin consultar a los pueblos indígenas ni a los científicos, lo que, a mi juicio, un gobierno progresista debería hacer.

Me resulta claro que, en los tiempos que corren, el presidente tiene que plantearse dos temas fundamentales. El primero es exigir rigor a los despachos jurídicos y a las fracciones parlamentarias. Es contraproducente que leyes mal escritas o mal fundamentadas obliguen al gobierno a pasar más tiempo explicando sus errores que aprobando legislación eficaz. Desde la fallida reforma a las comisiones bancarias hasta el desliz de la autonomía universitaria, han pasado más tiempo enmendándose a ellos mismos que defendiendo la profundidad de las legislaciones. La segunda es que, si el presidente gobierna con amplia mayoría parlamentaria, no es tan relevante el trabajo de negociación entre los dos poderes, pues finalmente su mayoría hará lo que el Ejecutivo disponga y, por tanto, el tema de la gestión es mucho más relevante. Hoy el gobierno tiene la posibilidad de conducir una política educativa saludable e invertir, de manera sistemática, en mejorar la infraestructura escolar del país y para eso hace falta una gestión pública profesional, comprometida y eficaz. No es solo la transformación constitucional la que hace cambiar un país (como ya lo comprobó Peña Nieto), sino la realidad concreta. Ahí es donde la administración pública puede marcar la diferencia entre una buena burocracia y no una ideologizada y chambona lo que cambiará el sistema educativo.

Analista político. @leonardocurzio

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