El último dato sobre el índice de confianza del consumidor, publicado por el Inegi, nos permite ver que el ánimo nacional es empujado por dos corrientes de aire que lo proyectan en sentidos opuestos. Por un lado, hay un segmento de la población que reconoce que, a pesar de un entorno internacional adverso, el país tiene una estabilidad económica relativa, tanto que en el año anterior pudo adquirir bienes de consumo durable de manera consistente. Pero, por otra parte, hay otro sector que, con toda razón, dice que empezamos a vivir una nueva etapa de incertidumbre, producto del incremento de la inflación y la volatilidad del tipo de cambio. Lo mismo ocurre con el tema del empleo, el cual comentábamos hace ya algunas semanas. Los más optimistas sienten que no se valora apropiadamente que hayamos entrado a una situación de (casi) pleno empleo, pero los críticos insisten, también con razón, que buena parte de los puestos de trabajo tienen una remuneración muy baja y que además se ha visto erosionada por el incremento en energéticos y alimentos que experimentamos en 2017.
Las dos visiones generan, por supuesto, actitudes políticas diferentes y ambas tienen un fundamento. Los optimistas insisten en una lectura inercial del crecimiento del país y dicen: “más vale paso que dure que trote que canse”. En el fondo, argumentan, si se compara México con el desempeño de otras economías, nuestra situación no es tan mala. Por tanto, desde su perspectiva, es lógico apostar por la continuidad y permitir que, con algunas modificaciones o matices, se dé continuidad al modelo actual con la esperanza de que algún día lleguemos a niveles de crecimiento lo suficientemente elevados para reducir la brecha que nos separa de otras economías. Otro segmento opina que, aun cuando esto fuese cierto, no es suficiente y se requiere un cambio político pronunciado.
Las reformas que prometieron una transformación estructural del país se han procesado políticamente y han dado, hasta ahora, magros resultados en términos de crecimiento. Buena parte de la narrativa del inicio del sexenio se basaba en que cada una de ellas aportaría puntos de crecimiento del PIB y hoy tenemos frente a nosotros la implacable realidad de un crecimiento del 2%, que no significa ni siquiera medio punto por cada reforma aprobada. Se entiende, pues, la desesperanza y la lectura crítica que ese segmento hace del desempeño de la economía, y por ello propendería a votar por un gobierno que altere el curso que la nación ha llevado en los últimos años.
No puedo anticipar cuál sería el ánimo mayoritario de los votantes, pero la situación que vive el país recuerda la de una pareja que, después de 25 años de matrimonio y sucesivos desencuentros y conflictos, intenta, cada cierto tiempo, la reconciliación y el marido (siempre en falta por unas u otras) asegura que tendrán un inolvidable viaje a París o a Roma, a los mejores lugares y en los mejores hoteles y resulta que, por una u otra razón, el añorado viaje a los paraísos europeos termina siempre en un prosaico viaje a Monterrey a ver a la familia y si acaso con una escapadita de fin de semana a Laredo para comprar fayuca. Así nos ha ido en estos sexenios con la promesa de grandes transformaciones que ha sido rebajada a pequeños viajes y por seguir con la analogía familiar, el marido incumplidor dice: “pero fíjate, tu prima Pita no viaja a ningún lado y en cambio nosotros fuimos (ingrata) hasta al shopping mall”. Algunos dirán: “aguanta otro sexenio más, algún día cumplirán” y otros opinarán: “que se vaya al demonio éste que es solamente jarabe de pico”. Veremos qué corriente impulsa a la mayoría.
Analista político.
@LeonardoCurzio