Uno de los extravíos más frecuentes de los regímenes democráticos con baja institucionalidad, parece ser la tentación de buscar reacomodar las reglas para permanecer el máximo tiempo posible en el poder. Esta idea profundamente arraigada de que al poder se llega no para servir y demostrar que se puede hacer con mayor solvencia que los demás partidos, sino para intentar permanecer en él por vías heterodoxas, lejanas al fair play, es una forma de desnaturalizar el ejercicio de gobierno. Lo pensó Salinas de Gortari, quien suponía que él y su grupo de tecnócratas debían permanecer, por lo menos 20 años en el poder y ya vimos los resultados. Los gobiernos del PAN duraron un par de sexenios al frente del país e intentaron, primero con el desafuero y después promoviendo la idea de que una segunda alternancia pondría en riesgo los tímidos avances conseguidos. Fue inútil. El retorno del PRI al poder en 2012 activó, como es natural, todas las alarmas, pues había quien decía que su regreso suponía un ánimo de permanecer otros 70 años en el poder y, como hemos visto, no pudieron conservarlo ni seis.
El gobierno de López Obrador no escapa a esta monomanía de identificar el ejercicio del poder, no para reorganizar las cosas y mejorar el desempeño, sino en acomodar las piezas para permanecer. Parece un matiz, pero es una funesta inversión de prioridades. Pasan más tiempo pensando en ampliar su red de influencia y colonización que en hacer bien las cosas. Al anunciar la carta en la cual se comprometía a la no reelección, el Presidente decía (con cierta acritud) que era su convicción dejar las cosas organizadas de tal manera que fuera muy difícil dar marcha atrás a su proyecto. Una esperanza de pervivir al concluir su plazo constitucional. La voluntad de permanencia no es exclusiva de las democracias poco institucionalizadas. El General Franco hablaba de dejar el proceso de sucesión atado y bien atado para que los principios de su ministro prevalecieran.
La verdad es que a los gobernantes de estas tierras hispanas se les da mal pensar que el gobierno se tiene temporalmente para ofrecer resultados y no para mangonear las instituciones y tratar de quedarse en ellas. Los cambios en las reglas electorales, en la composición de los órganos de representación y la muy inquietante posibilidad de que amplíen el número de ministros de la Corte para poner leales, son expresiones de esta costumbre de permanecer, a toda costa, vía modificación de las reglas y no por el desempeño brillante.
Idealmente los gobiernos deberían preocuparse más por gobernar; por administrar y transformar el país con las normas e instituciones que tienen y no dedicar su tiempo a ver cómo amplían artificialmente su mandato. En estos tiempos, México tiene tres desafíos enormes que requerirían toda la concentración gubernamental. El primero, rendir resultados concretos en materia de seguridad. El combate a la criminalidad es un problema de eficiencia del Estado y no de derechas ni de izquierdas, ni neoliberal, ni conservador. El segundo es garantizar que la economía crezca más y se distribuyan mejor los beneficios. El tercero es edificar una infraestructura moderna y funcional que permita a los ciudadanos hacer su vida y promover su creatividad sin verse permanentemente embotellados o hacinados en aeropuertos ineficientes y autopistas decadentes.
El cuento es muy sencillo, si los gobiernos pensaran en gobernar, en vez de cavilar cómo ampliar su plazo, otro gallo cantaría. Pero su lógica sigue siendo: hemos llegado al poder y, en consecuencia, nuestro principal objetivo es conservarlo y no servir a los ciudadanos. Y cuando uno pierde el propósito central de un gobierno democrático, que es rendir resultados a los ciudadanos, asume el propio (la permanencia a toda costa) como el objetivo primordial y, por tanto, la clase política está más preocupada por reproducirse y conservar lo que hoy tiene, que en transformar el país para dar más oportunidades a los gobernados.
Analista político. @leonardocurzio