Uno de los elementos más comentados del discurso presidencial es que no pretende instaurar una dictadura. Por el contrario, su propósito es fortalecer la democracia. Le creo lo primero, pero no lo segundo. No considero que el ánimo presidencial cobije la instauración de un régimen dictatorial en sentido estricto, pues tengo la impresión, entre otras cosas, de que disfruta, tanto o más de la polémica, que de los desplegados zalameros como el del SNTE y otros organismos. Un dictador gusta de la paz de los sepulcros y el silencio de las masas, no del pugilato argumentativo al que parece adicto nuestro mandatario. ¿Qué haría sin sus odiados conservadores? Morir de tedio.
Dicho esto, me parece perturbador que en su ejercicio cotidiano erosione a las instituciones de la democracia y al aparato administrativo que él dirige y dedique su tiempo a un ejercicio personal del poder más cercano en las formas a un presidencialismo hiperbólico y absorbente, como el de Correa o Torrijos, que al de un líder con modales republicanos. Algunos ejemplos para ilustrar:
En una comentada entrevista con el periódico La Jornada, decía que, si por él fuera, disolvería al Ejército y la Marina y los convertiría a todos en policías. Desmantelar el aparato administrativo del Estado, como ha ocurrido con Pro México, el Consejo de Promoción Turística o el Instituto Nacional del Emprendedor, puede ser costoso en el corto plazo, no obstante, se puede enmendar; pero desarticular a una de las instituciones emblemáticas del México moderno es un despropósito. Pudo, porque es su facultad, disolver el Estado Mayor Presidencial y lo hizo sin un estudio profundo que lo justificara. Pero el EMP es una cosa, hacerlo con las Fuerzas Armadas sería terrible. No lo hará —dijo— porque hay muchas resistencias, pero el simple hecho de anunciarlo desde Palacio Nacional genera una innecesaria turbulencia.
En la semana previa a su celebración, el jefe del Estado tuvo varias declaraciones que despiertan inquietud. La primera es la justificación de la no comparecencia del titular del Instituto Nacional de Migración ante los legisladores, argumentando que él sí trabaja, no como los representantes populares que se dedican (sic) a la politiquería. Un ejecutivo comprometido con la rendición de cuentas, debe ser sensible a comparecer ante el legislativo y no actuar con esa desconsideración que habla más de una cultura autocrática. Palabras ásperas tuvo también el Presidente para la Comisión Nacional de Derechos Humanos, un órgano autónomo que tutela algo muy sensible para la construcción democrática nacional:
los derechos humanos, pero que, además, va a ser un acompañante fundamental para legitimar el despliegue de la Guardia Nacional en todo el país. La popularidad del Presidente ha hecho que estos temas se minimicen, sin embargo, un Ejecutivo no puede menospreciar a un órgano autónomo de esa manera. Tampoco puede saltarse “a la torera” las leyes, usos y costumbres del Estado laico y encargar a iglesias, piezas oratorias en eventos cívicos o pedirles auxilio en temas que, en buena lógica, competen solo a la administración civil. Cuidar las formas es propio de un demócrata y eso de recomendar a su fiscal autónomo a quién debe contratar para atender sus servicios legales, habla más de una función paternalista e invasiva que el respeto a un funcionario de la República.
Tampoco creo que pueda disponer, como se desprende de la nueva adecuación legal que la ley de austeridad fomenta, de un amplio margen de discrecionalidad para ejercer la bolsa de ahorros que se genere con las nuevas disposiciones y recortes. El mandatario no debería tener el incentivo de poder ejercer más dinero a costa de la pauperización de la administración. Los ahorros y los ingresos extraordinarios deben estar reglamentados.
No creo, en suma, que el Presidente se convierta en un dictador, porque no concibo que sea su esencia, pero tampoco será alguien que fortalezca la democracia; está lejos (muy lejos) de ser un hombre que cuida las formas democráticas y las fortalece para contribuir a su rutinización.