La batalla por la candidatura del partido demócrata a la presidencia de Estados Unidos ha tomado forma. Se viene un año de pronóstico reservado para los aspirantes y los millones de votantes que tendrán que decidir sabiamente quién será la persona que enfrente a Donald Trump en noviembre del año que viene en la que será, qué duda cabe, la elección más importante de la historia moderna de Estados Unidos. No hay mucho margen de error, pero el partido tiene, por ahora, una baraja envidiable. Desde el ex vicepresidente Joe Biden, que encabeza las encuestas, hasta Bernie Sanders, que ha logrado robustecer su peso simbólico como líder del ala más progresista del partido, los demócratas tienen de dónde escoger. Si acaso, la lista es demasiado larga. Con una veintena de candidatos, entre ellos varios viables, el partido tendrá que tener cuidado de no fracturarse como estuvo a punto de ocurrir en el 2016, cuando la contienda fue solo entre Hillary Clinton y el propio Sanders (para prevenirlo, algunos candidatos ya han firmado la llamada “promesa de indivisibilidad”, que los compromete a apoyar al ganador de las primarias del partido). Si los derrotados respetan su compromiso, el candidato o la candidata podrá presumir de un sistema de apoyo como no han tenido los demócratas en años.
Por lo pronto, el grupo de contendientes ya ha servido para conocer los rostros futuros del movimiento progresista estadounidense. Algunos, por supuesto, podrían asumir no tanto el porvenir sino el presente y hacerse de la candidatura. Pero si al final se imponen los favoritos —los septuagenarios Biden y Sanders— el partido demócrata puede dormir tranquilo: tiene refuerzos para rato. Quizá la figura más atrayente sea un joven alcalde de apenas 37 años llamado Pete Buttigieg, que gobierna la pequeña ciudad de South Bend, Indiana (población: 102 mil personas). Buttigieg ha sorprendido a medio mundo con su elocuencia, carisma y cultura. Habla siete idiomas, entre ellos español. Cuando periodistas franceses le pidieron su reacción al incendio de Notre Dame, Buttigieg improvisó un mensaje breve pero articulado. Aprendió noruego porque no conseguía encontrar libros traducidos al inglés de un autor de aquel país. Frustrado, decidió instruirse. Buttigieg tiene otras virtudes, particularmente útiles en una elección como la que enfrentará el próximo aspirante demócrata en el 2020. Es veterano de guerra, por ejemplo. Sería, también, el primer candidato presidencial abiertamente homosexual.
Desconocido hasta hace algunos meses Buttigieg hoy ocupa el tercer lugar en las encuestas, por debajo de Biden y Sanders. En poco tiempo ha logrado rebasar a la senadora californiana Kamala Harris y a Beto O’Rourke, otro joven carismático con posibilidades de dar la sorpresa. Buttigieg dice que puede ganar no solo la candidatura sino la elección grande, dentro de un año y medio.
Más allá de si tiene razón (es improbable, en ambos casos), Buttigieg ha puesto la muestra del posible contraste que el partido demócrata puede presentar en su próxima batalla con Trump. ¿Qué mejor que enfrentar a Trump —frívolo, inculto, provinciano, lleno de prejuicios y (con trabajos) monolingüe— con su opuesto absoluto?
La elección del 2020, y los años siguientes en la política estadounidense, verá enfrentarse dos visiones de país muy distintas. Y no solo en el tema de la migración. El movimiento conservador en Estados Unidos sigue empeñado en revertir conquistas elementales de la agenda social progresista, como el derecho de las mujeres a decidir sobre la interrupción del embarazo. También parece empecinado en ignorar el cambio climático. A eso hay que sumar, en su versión trumpista, un renacimiento del racismo y el etnonacionalismo. La batalla comienza con la elección del año que viene, y derrotar a Trump es prioritario no solo para el movimiento progresista estadounidense sino para el imperio de la cordura en Estados Unidos. Parece obvio decir cuán deseable es que el rostro venidero de Estados Unidos se parezca mucho más al de Pete Buttigieg que al de Donald Trump. Esperemos que el electorado estadounidense lo entienda a tiempo, y que los jóvenes y las minorías, a los que Trump ha querido robar el futuro, reclamen su país con el voto.