En el más reciente capítulo de la interminable polémica que genera la pregunta ¿qué hacemos con las drogas?, se reedita la añeja discusión entre las políticas punitivas y las que son más permisivas; entre las que se inclinan por la represión y las que favorecen un nuevo orden social que fortalezca a las instituciones, propicie la regulación de los mercados y evite, hasta donde sea posible, responder a la violencia con más violencia.

Mientras que la Comisión Global sobre Política de Drogas daba a conocer en México su más reciente informe, que sostiene que ha llegado el momento de regular ese mercado ilegal de manera responsable, en la ciudad de Nueva York, una declaración política en el contexto del 73º período ordinario de sesiones de la Asamblea General de la ONU, hacía un “Llamado a la Acción” sobre el Problema Mundial de las Drogas bajo el viejo argumento de reducir la demanda y la oferta mediante la prohibición de la producción y el cultivo.

En realidad, no hay por qué llamarse a sorpresa. La controversia siempre ha estado allí. La Comisión Global la integran doce exjefes de Estado y de Gobierno que aceptan que las políticas asumidas en sus respectivos mandatos no funcionaron y, desde esa perspectiva, están convencidos que el camino es otro. También participó en ella Kofi Annan, recientemente fallecido, quien fuera Secretario General de la ONU y que solía comentar, sin sobresaltos: es tiempo de que el prohibicionismo abra paso a otras opciones. El evento en Nueva York fue convocado por el presidente de los Estados Unidos y el actual Secretario General de la ONU. El documento emitido no es vinculatorio, pero lo suscribieron más de cien países, incluido México.

Al parecer, al interior de Naciones Unidas la polémica se ha acentuado. Las diversas agencias, programas y comisiones que se encargan del tema (como la Oficina contra la Droga y el Crimen o la Comisión sobre Drogas Narcóticas) han ido desarrollando posiciones que difieren entre sí —e incluso con ciertos matices— de la resolución de la Asamblea General (UNGASS) adoptada en 2016: un documento flexible que permite avanzar hacia nuevos enfoques y que precisamente por eso hay quienes quieren revertirlo, para regresar a una posición previa, la del Plan de Acción de 2009.

El siguiente capítulo se escribirá en Viena, en marzo del año entrante, donde se hará la evaluación de los diez años del Plan de Acción. Los resultados alcanzados no han sido buenos. Aun así, habrá quienes busquen seguir en esa línea. A pesar de sus ostensibles diferencias, ambas posiciones también comparten elementos. Se adhieren a una perspectiva de salud pública y reconocen la importancia de la colaboración internacional. Pero en el debate sobre las drogas cada vez participan más voces dentro del propio sistema de las Naciones Unidas: la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos, ONU-Mujeres y el Programa para el Desarrollo Sustentable, son algunas de las que han aportado en los últimos años elementos de fondo a la discusión. Sobresalen los derechos humanos de manera cada vez más incisiva. Y tampoco se puede eludir ya, el tema de las drogas en la Agenda 2030 y viceversa. La trama es pues, de suyo compleja.

Existen además tres tratados internacionales vigentes que constituyen el soporte del régimen de fiscalización de drogas aceptado de forma casi universal. El documento original, denominado Convención Única sobre Estupefacientes, se remonta a 1961 y es muy restrictivo. Cada vez son más los países que han cuestionado la conveniencia de mantenerlo tal cual. En el caso de la marihuana, por ejemplo, toma fuerza la idea de que esta sea regulada no sólo con fines médicos y científicos, sino también para su uso recreativo en personas adultas. Una argumentación persuasiva al respecto se sustenta en las obligaciones de los Estados en materia de derechos humanos. Desde ahí se ha cuestionado el pleno cumplimiento de algunas de las rígidas disposiciones de los tratados.

No hay duda de que el carácter restrictivo del régimen internacional vigente propicia que algunos Estados adopten medidas extraordinarias, como fue el caso de Bolivia, en relación con la hoja de coca. Este país se retiró del tratado y luego se volvió a adherir, pero con una reserva: permitir en su territorio la masticación tradicional de la hoja y su uso en infusión con fines culturales y medicinales. Un problema con este tipo de decisiones (personalmente pienso que Bolivia hizo lo correcto), es que se puede perder la “certificación” por la cooperación en el combate a las drogas con los Estados Unidos. Para algunos países, esto puede tener implicaciones muy costosas. Hay que considerar, además, que la epidemia de abuso y sobredosis de opioides que aqueja a los estadounidenses ha incrementado notablemente su sensibilidad sobre el tema.

La criminalización del consumo y de la posesión de drogas para uso personal es insostenible. No se cuestiona el riesgo para la salud que conlleva su uso. Pero, ¿por qué castigar con cárcel a personas que no causan daño a otros? ¿Por qué etiquetarlos de criminales? Si lo que se propone es reducir el mercado ilegal de las drogas y los graves daños colaterales que causa la prohibición, la regulación responsable y gradual puede ser una buena alternativa. Los principios rectores de la regulación que propone la Comisión Global son inobjetables: promoción de la salud pública, protección de los derechos humanos, paz, seguridad y desarrollo sostenible mediante una nueva política. Sostienen, asimismo, que la regulación de los mercados de drogas propicia la creación de espacios para el fortalecimiento de las instituciones, le puede restar poder al crimen organizado y contribuir así a la reducción de los niveles de violencia. Pero hay que ser muy claro: la regulación de las drogas no significa que con ello se va a erradicar por completo el mercado ilegal. Tampoco va a resolver todos los problemas que genera el crimen organizado. Lo que sí puede esperarse es que una transición hacia la regulación, reduzca progresivamente la escala de los mercados ilegales de drogas y el daño que estos causan.

Frente a una creciente demanda mundial, la prohibición no hace sino estimular la criminalidad. El mercado ilegal constituye la gran oportunidad de hacer dinero rápido y en abundancia. Además, junto al crimen organizado involucrado en el tráfico de drogas, prosperan el contrabando, el secuestro, la extorsión, el robo, el tráfico de armas y de personas, la victimización de los migrantes y la explotación del trabajo sexual, por mencionar algunas de las actividades criminales cuya asociación al tráfico ilícito de drogas está cabalmente documentada.

En México, al igual que lo han hecho otros países, conviene avanzar en nuestras reformas internas y tener claridad sobre posibles incompatibilidades con algunos artículos de los tratados internacionales vigentes que exigen prohibiciones rigurosas. Las formas de lidiar con estas han sido diversas. En el caso de la despenalización de la marihuana, por ejemplo, los Estados Unidos esgrimieron su federalismo. No reconocen un incumplimiento como tal con las convenciones internacionales toda vez que su ley federal, es decir, la del gobierno federal, lo sigue considerando un delito. Uruguay en cambio, esgrimió que se trataba de una cuestión de derechos humanos y que estos estaban por encima de los deberes de la fiscalización internacional de las drogas. Y Canadá, por su parte, apeló a un “incumplimiento respetuoso” de algunas cláusulas, de conformidad con el derecho internacional. O sea, hay opciones para lidiar con lo externo. La decisión es nuestra.

Profesor Emérito de la UNAM

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