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¿Vamos hacia un sistema político que girará en torno a un solo hombre, el Presidente de la República?, ¿una especie de sol que ordenará, subordinando, a los demás actores en el escenario? No es solo la pretensión de que en las elecciones para renovar la Cámara de Diputados los ejes se reconstruyan para plantear de manera rotunda “con o contra el Presidente” (es decir, unos comicios federales diseñados para que en el centro del litigio esté el Poder Legislativo colocarán en el foco del debate público la adhesión o no al Presidente), sino una serie de elementos que develan la ambición de disminuir o anular el rol y la influencia de otros poderes y órganos constitucionales y agrupaciones de la sociedad civil.
Enumero sin ningún concierto: superdelegados en los estados para, por lo menos, hacer sombra a los gobernadores; reducción de recursos a los órganos públicos autónomos que, según la Constitución, deben estar fuera de la órbita del Ejecutivo; descalificación de las agrupaciones de la sociedad civil a las que se presenta como encarnaciones oligárquicas; acoso retórico a los medios no alineados con el gobierno; disminución del financiamiento público a los partidos; desprecio por el funcionariado profesional de las instituciones estatales genéricamente descalificado por corrupto; colonización de instituciones centrales del arreglo republicano con “fieles” no necesariamente capacitados para la función (el último nombramiento en la Corte). No es un listado exhaustivo, pero (creo) sí expresivo.
Hay por lo menos una idea fuerza que ofrece sentido al abanico de acciones y dichos antes enunciados. Y recordemos, como si hiciera falta, que las ideas nunca resultan anodinas, menos cuando encarnan en posiciones de poder. Las ideas dan pie a discursos y conductas, ofrecen sentido al pasado, a los acontecimientos en curso e incluso pretenden diseñar el futuro. No son triviales y acaban por modular el tipo de poder al que se aspira. Tienen fuerza propia y acaban cincelando a las personas.
Todo parece indicar que el Presidente cree sinceramente que a través de él se expresa el pueblo. Y por supuesto quienes se le oponen, critican o difieren no pueden más que encarnar al antipueblo. La idea es sencilla, útil y contundente, ordena los campos y ofrece una épica, inyecta sentido a sus actos y logra cohesionar a sus seguidores que se ven a sí mismos no como agentes de una o unas políticas, sino como militantes de una causa trascendente. El “pequeño” problema es que la idea es una construcción falaz que ha llevado en el pasado y en el presente a la edificación de regímenes autoritarios (de izquierda y derecha). Porque si el pueblo es uno y está unificado, si ya encontró a “sus auténticos representantes” y puede expresarse con una sola voz, ¿para que es necesaria toda la parafernalia democrática que parte de una premisa que se encuentra en las antípodas de la anterior?, es decir, que en la sociedad existen intereses, ideologías, aspiraciones y sensibilidades distintas y que ellas reclaman fórmulas para su expresión, recreación, convivencia y por supuesto competencia. Ese pluralismo es lo que justifica y genera a los regímenes democráticos y cuando se le niega, bajo el argumento de que el pueblo es una entidad monolítica y que además ya encontró a su pastor, toda la normatividad e institucionalidad que pone en pie la democracia resulta prescindible.
Así, la división de poderes, las facultades acotadas de las distintas autoridades, los tortuosos procedimientos, los contrapesos constitucionales y hasta las libertades y los derechos individuales, pueden aparecer como un obstáculo para el despliegue de la “voluntad popular” que encarna en un solo hombre. De suceder eso —y la esperanza es que la complejidad y diversidad del país sean suficientes para fortalecer los diques a esa pulsión—, la aspiración de unos poderes estatales acotados por el derecho podría deslizarse hacia un poder que ve en el derecho una molestia, un corsé, un antagonista.
Profesor de la UNAM