Eso será, sin duda, la siguiente nota.
Se anuncia que la bancada de Morena en el Senado ha presentado una iniciativa para modificar la Constitución de tal forma que el financiamiento público a los partidos políticos se reduzca en un 50 por ciento. La fórmula es sencilla: en lugar de multiplicar el número de ciudadanos inscritos en el padrón por el 65 por ciento de la “Unidad de Medida de Actualización”, la UMA (que substituyó como referente al salario mínimo), solo se multiplicaría por el 32.5 por ciento. Fácil.
No hay nada que suene mejor a los oídos del respetable. Y es incluso probable que los partidos que resultarán más afectados, sintiéndose contra las cuerdas, acaben “nadando de muertito”. No resulta sencillo contradecir a esa ola informe pero potente conocida como opinión pública. Los partidos pasan por un abismal descrédito, y cuando a ello se suma el asunto del dinero, y además público, la reacción no puede ser más adversa. “¿Dinero público a los partidos? Mejor que se rasquen con sus propias uñas”. Buena parte de los prejuicios antipolíticos se encuentran concentrados en esa reacción. Adelantémonos a la conclusión: por supuesto que se puede modificar la Constitución, por supuesto que se puede realizar un ajuste a la baja a las prerrogativas de los partidos, pero no es conveniente dar la espalda a sus eventuales efectos políticos.
Quizá sea necesario volver al a, b, c. No hay democracia posible sin partidos, es decir, sin esas figuras “horribles”, pero al mismo tiempo grandes agregadores de intereses, ordenadores de la vida política, referentes del litigio en el espacio público, procesadores de ambiciones y súmele usted. Y no hay política que no requiera dinero. Y solo existen dos grandes fuentes lícitas: el dinero privado y el público. Cuando en 1996 la legislación estableció que el dinero público sería preeminente en relación al privado se buscaba en primer lugar equilibrar las condiciones de la competencia. En los comicios federales de 1994 los votos se habían contado de manera precisa y limpia, pero la contienda había estado marcada por una formidable desigualdad de recursos, por ello era necesario construir condiciones medianamente equitativas, y el dinero público serviría para eso (como realmente sucedió). Además, se argumentó entonces, ese financiamiento es por definición más transparente que el privado (sabemos cuánto y cuándo se entregan esos recursos a los partidos) y él mismo, debería ayudar a que esas figuras centrales de la política no se convirtieran en rehenes de los grandes grupos económicos o peor aún, de las bandas delincuenciales.
Esos tres objetivos siguen vigentes y (creo) son los que justifican la necesidad de un financiamiento público significativo. Pero hay algo más.
No se descubre nada si se afirma que la mayor parte del financiamiento público (el 70 por ciento) se otorga de acuerdo al número de votos que los partidos obtuvieron en la última elección federal. Los resultados favorecieron a Morena y a partir de ahora será el principal beneficiario del financiamiento público como ayer lo fueron el PRI o el PAN. Pero los montos del pasado (que todavía es presente), servían para que los partidos minoritarios tuvieran una plataforma de recursos nada despreciable que los hacía competitivos. ¿El recorte planteado no significará un rudo golpe a lo que costó tanto trabajo construir, es decir, condiciones medianamente equitativas para la competencia? ¿No tendrá como derivación perversa una “jibarización” (disminución) de los partidos opositores? ¿O será que los partidos en el gobierno no tienen de qué preocuparse? Recordemos que Angelo Panebianco, en su libro Modelos de partido, entre resignado y realista, apuntaba que “el hecho de disponer de los recursos públicos que el control del Estado pone en (sus) manos”, hace que no requieran nada más.
Ojalá el debate pueda darse. Y ojalá sus coordenadas fijen la intención de fortalecer al régimen de partidos que requiere cualquier sistema democrático.
Profesor de la UNAM