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Así se llama una vieja e insípida película de Cantinflas.
El 12 de noviembre el presidente electo anunció una nueva consulta, ahora sobre el tren maya, la refinería, el desarrollo del Istmo y programas sociales, que deberá celebrarse el 24 y 25 de noviembre. Ni la burla perdonan. Esa consulta no es consulta porque no llena los requisitos de la Constitución y la ley y porque cercena las posibilidades de participación de millones de ciudadanos; no es encuesta porque no es representativa de la población; no permite el debate necesario ni ofrece garantías de imparcialidad en su organización. Es un ejercicio vano desde el punto de vista legal, pero resulta un expediente político que permite que el próximo titular del Ejecutivo le pregunte al espejo (es decir, a algunos de sus seguidores) lo que supuestamente debe hacer, cuando todo mundo sabe que la decisión ya ha sido tomada (incluso se anuncia la fecha del inicio de los trabajos del tren). Es una fórmula viciada que desvirtúa un eventual método de democracia directa y que sirve para apuntalar un poder caprichoso.
Ahora bien, ¿Por qué un ejercicio a todas luces atrabiliario es apoyado por personas de buena fe que seguramente no aceptarían avalarlo si lo organizara cualquier otro actor político? ¿Por qué voces que clamaron a lo largo de los años por procesos comiciales auténticos —imparciales y equitativos— están dispuestos a acompañar una “consulta” que no llena —ni se preocupa por ello— ni los menores requisitos para hacerla genuina, ya no digamos legal? O de otra manera: ¿De dónde sacan la fuerza el futuro presidente y sus seguidores para no ruborizarse y continuar con una representación truculenta a la que se le ven las costuras impresentables por todos lados?
Creo que de dos viejas fórmulas “legitimadoras”, que a estas alturas deberían estar totalmente deslegitimadas pero que, por desgracia, no lo están. La primera, retóricamente, construye un sujeto moralmente superior y políticamente elegido llamado a encarnar las mejores causas. Ese sujeto (digamos el pueblo) es por definición virtuoso y puede despreciar todo lo construido en términos civilizatorios porque tiene derecho a refundar, desde cero, las normas de la convivencia. El “pequeño” problema, como lo muestran sucesivas experiencias históricas, es que ese “actor” no es una voluntad y una conciencia realmente existente (no lo puede ser), sino un referente construido artificialmente para que su o sus “representantes” puedan hablar y actuar en su nombre. Es decir, una coartada buena para concentrar el poder, para dotarse de “legitimidad” dado que el “vocero” habla aparentemente por la mayoría, y para edificar un campo ilegítimo en el cual, otra vez discursivamente, se coloca a quienes no comparten las ideas, iniciativas y triquiñuelas del representante autonominado del pueblo. Solo se oponen a sus designios los fifís, la “mafia en el poder”, el antipueblo.
La otra fuente suele ser más recurrente y postula que los fines son los que justifican los medios. Dado que los objetivos son loables entonces todo se vale. Y así las metas enunciadas permiten todo tipo de recursos. La “causa” todo lo justifica. Se olvida que en muchos casos los medios dibujan mejor el carácter de los actores políticos que los propios fines. Porque cualquiera puede postular los más altos y nobles anhelos, pero la forma en que actúa es la que devela su compromiso o no con la ley, la convivencia de la pluralidad y su trato a los “otros”. No ha sido raro en muy distintas latitudes y tiempos que personalidades autoritarias se arropen en las más sentidas aspiraciones de la gente. Es la forma más primitiva de justificar el ejercicio del poder.
Al parecer, habrá que amarrarse los cinturones porque empezaremos a entrar a una zona de turbulencias; oscilaciones fuertes suscitadas por ocurrencias y golpes de mano; eso sí, a nombre de un sujeto irreprochable, el pueblo, y bajo el supuesto heroico de que en el horizonte ya despunta la cuarta transformación.
Profesor de la UNAM