En solidaridad con Reforma y Juan Pardinas
“Los muertos de Calderón”, “los muertos de Peña Nieto”. Enunciados tontos y perversos que fueron algo más: armas políticas, catapultas que hoy se convierten en un bumerán contra el gobierno actual. Tontas, porque reducían un problema mayúsculo y complejo a una fórmula que sugería que los muertos eran responsabilidad exclusiva de los gobiernos y casi exculpaban a los sicarios. Perversa, por lo mismo y porque fue fácil entonces ir haciendo la suma de los asesinados y cargarlos a la cuenta de la administración en turno. Y como eso se hizo y ayudó a deteriorar la fama pública de los presidentes, no faltan quienes ahora activan la misma receta para erosionar la reputación del gobierno actual. Un auténtico bumerán.
“Fue el Estado” resultó igualmente una frase eficaz para denunciar el atroz secuestro y asesinato de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa. Cierto, dado que los estudiantes primero fueron retenidos por fuerzas policiales y éstas las entregaron a bandas de delincuentes, puede hablarse de desapariciones forzadas y en ese sentido, existe una responsabilidad y complicidad de una rama estatal. Pero la consigna grandilocuente y efectista sirvió para culpar en bloque al gobierno más que para intentar conocer, difundir y explicar lo que sucedió esa fatídica noche y quiénes fueron los actores del drama. Porque el Estado —habla Perogrullo— está constituido por una red de instituciones que no actúan siempre en sintonía y entre las que se producen tensiones y conflictos. Pero que la frasecita fue un arma efectiva contra el gobierno de EPN no hay quien lo pueda negar.
Si a ello le sumamos que en materia de inseguridad y violencia nuestro debate parece no encontrar puntos de convergencia, porque mientras unos ponen el acento en la necesidad de seguridad otros subrayan la obligación del respeto a los derechos humanos, como si no estuviésemos urgidos de conjugar ambas dimensiones. Para unos solo existen los delincuentes y para otros solo los excesos de las llamadas fuerzas del orden.
De seguir por esas rutas lo más probable es que los desencuentros se multipliquen, que la oposición saque raja de los acontecimientos mientras el gobierno balbucee respuestas improvisadas, que el deterioro en la credibilidad de las instituciones se incremente y que sean las bandas delincuenciales las que sigan marcando los tiempos y acontecimientos que ensombrecen y cimbran a la sociedad mexicana.
Cuando en España se instaló el flagelo del terrorismo, los principales partidos (PSOE, PP y otros) acordaron combatirlo con una política de Estado. Una política avalada por todos (buscando el apoyo de la sociedad) en el entendido que ninguno de los actores principales intentaría sacar réditos políticos de los fracasos del gobierno. Era una lucha común, mientras en los otros terrenos las formaciones políticas mantenían y confrontaban sus diferencias. Una política que ante un enemigo delincuencial es capaz de no hacerle el juego a éste por las ansias de vulnerar el prestigio del adversario legítimo.
Algo así necesitamos en México. Eso debió suceder desde que empezó la espiral de muertos, secuestrados, heridos, vejados, familias quebradas, zonas en manos de matones, pero entonces no parecieron existir las condiciones políticas para ello, porque en el escenario estaban más que instaladas las rutinas enunciadas en los dos primeros párrafos.
Hoy, sin embargo, cuando no es probable que el gobierno pueda por sí solo asumir la tarea de pacificar el país y sabemos que en esa materia las victorias propagandísticas de la oposición se vuelven pírricas, a lo mejor entendemos que por encima de infinidad de diferencias políticas, se requiere de una política de Estado, unificada, capaz de enfrentar el reto que las bandas violentas le han colocado al país, para paulatinamente reconstruir condiciones hacia una coexistencia pacífica. Por supuesto, también podemos continuar dando rienda suelta a una retórica aniñada, elemental y mentecata, con la cual todos perdemos.
Profesor de la UNAM