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La sociedad civil se convirtió por unos días en la manzana de la discordia. La colocó en ese lugar el Presidente. Me temo que la incomprensión es mucha. Por ello, olvidemos por un momento la palabreja. El asunto es elemental pero esencial.
Imaginemos un país contradictorio, plagado de desigualdades y dificultades. Con rezagos en distintos campos, escasamente integrado, con enormes diferencias regionales, cruzado por aspiraciones desiguales, con profundos problemas de corrupción y una estela de violencia desgarradora, cuya economía es incapaz de ofrecer un horizonte productivo a millones de jóvenes y con recursos escasos para afrontar sus retos. Imaginemos un país pequeño, con capas medias amplias, con un basamento de educación, salud y vivienda sólido, sin extremas desigualdades regionales, en el que los delitos son esporádicos y quienes los cometen son regularmente sancionados, en el cual la corrupción está casi desterrada y además cuenta con recursos institucionales y financieros vastos. Los dos han sido impactados por eso que a falta de mejor nombre llamamos modernidad: crecimiento de las urbes en detrimento del campo, incremento en las tasas de alfabetización y educación, desarrollo del sector terciario, diferenciación social, conexiones con el mundo y sígale usted.
Pues bien, en una y otra, a pesar de sus oceánicas diferencias, resultará natural que se creen grupos con preocupaciones y agendas particulares. Empresarios que buscan defender y ampliar sus intereses, trabajadores que intentan proteger y aumentar sus conquistas laborales, asociaciones que pretenden combatir la corrupción, institutos que llaman la atención sobre la devastación de los recursos naturales, colectivos preocupados por las violaciones a los derechos humanos, mujeres que desean despenalizar el aborto y otras que las contradicen, abogados que plantean reformas normativas, redes que hacen el seguimiento y critican a los poderes públicos, etc.
Esa sociedad que se organiza, que expresa preocupaciones, elabora análisis y propone soluciones es a lo que llamamos sociedad civil. Se trata de un universo discordante, con intereses diversos, con muy diferentes grados de organización, que produce asociaciones poderosas y marginales, con recursos enormes o famélicas, especializadas o no, con gente honorable y pillos. No es sinónimo de bondad ni de perversión. Es un terreno de confrontación. Hay de todo: agrupaciones de izquierda y derecha, sofisticadas y elementales, con amplia visibilidad pública o casi invisibles, con poder de convencimiento y/o chantaje y también desnutridas. Pero en conjunto expresan las voces, necesidades y exigencias de una sociedad plural en la que palpitan intereses, ideologías y sensibilidades distintas. Están ahí porque reflejan —de una u otra manera- al coro desafinado connatural a las sociedades “modernizadas”.
Eso hace más difícil la gestión de gobierno. Las agrupaciones vigilan, denuncian, proponen, critican. Pero al mismo tiempo le inyectan densidad y sentido al debate público, fomentan la participación, son un dique contra ocurrencias de todo tipo; un “poder” necesario y funcional.
En nuestro caso esa sociedad civil es débil (un porcentaje muy bajo de la población participa en esas organizaciones), pero el tema que emergió con fuerza es el de la actitud de los actores políticos ante ella. Los que aspiran (aspiramos) a una democracia consolidada, ven en la sociedad civil una constelación de agrupaciones que elevan el nivel del debate y la exigencia a los poderes públicos y privados, enriquecen la agenda nacional y robustecen, en su interacción, a las instituciones de la República. No obstante, y ello es lo que preocupa, las pulsiones autoritarias, aquellas que desean encuadrar a la sociedad bajo un solo manto, en una sola ideología, conducirla con una batuta única, ven en ella a un enemigo, precisamente porque esa orquesta discordante no cabe, ni quiere hacerlo, bajo el imperio de una sola voz que presume representar al pueblo sin fisuras.
Profesor de la UNAM