Era el paleolítico inferior, una época lejana: 1990. Se llevó a cabo el Congreso Universitario, una derivación pactada, que se pensaba virtuosa, del movimiento del Consejo Estudiantil Universitario (CEU) que había logrado congelar la pertinente y necesaria reforma de la UNAM propuesta por el rector Carpizo y aprobada por el Consejo Universitario en 1986.
845 delegados de las distintas facultades, escuelas, institutos, centros, nos reunimos el 14 de mayo en el “Frontón Cerrado”, acondicionado como si fuera un inmenso parlamento, para desahogar una agenda ambiciosa. Y como todo congreso multitudinario, los trabajos medulares debían desarrollarse en mesas de trabajo, cuyos resultados al final serían presentados y aprobados por la asamblea plenaria. Los debates se dividieron y se realizaron en once mesas.
La comisión organizadora del Congreso había convenido que los acuerdos solo serían válidos si eran aprobados por dos terceras partes de los delegados. Esa mayoría calificada necesaria para aprobar cualquier resolución era una especie de candado de seguridad y al mismo tiempo reclamaba acercamientos y negociaciones entre las distintas posturas para dotar a las resoluciones de un apoyo mayoritario e intentaba impedir la polarización de la UNAM.
En las mesas donde eso se entendió fue posible forjar acuerdos, pero en aquellas en las que las partes en litigio mantuvieron sus posiciones de manera inflexible, nada productivo surgió. En la mesa de trabajo sobre los lineamientos para un nuevo Estatuto del Personal Académico se construyeron pactos sólidos, oportunos y necesarios que luego fueron refrendados por la asamblea plenaria. Izquierdas y derechas; veteranos y jóvenes; autoridades, investigadores, profesores, estudiantes y trabajadores administrativos llegamos a una serie de acuerdos para apuntalar y reforzar la vida académica.
Se trataba, sí, de redefinir las categorías y niveles de profesores e investigadores para diseñar las distintas carreras académicas, de fortalecer al personal académico de carrera, de perfilar una política de formación y superación, pero también, y eso es lo que quiero recordar: de hacer que el ingreso a la institución fuera a través de concursos de oposición abiertos, de entender a la promoción “como uno de los principales medios para evaluar y reconocer la superación y el cumplimiento del personal académico”, de establecer la evaluación periódica de todos y cada uno de los integrantes de la planta docente y de investigación. Esos criterios de evaluación debían ser “objetivos, públicos y específicos” y los órganos encargados de la misma serían las comisiones dictaminadoras y órganos colegiados internos integrados por académicos del “mayor nivel”. Como cualquiera puede leer, la evaluación estaba en el centro del proyecto de superación académica. Y que el ingreso y las promociones fueran resultados de valoraciones académicas fue celebrado como un triunfo de la UNAM y en particular de las corrientes de izquierda (lo que sucedió después es otra historia).
En la plenaria no faltó el profesor que señaló que la evaluación periódica era innecesaria (nadie argumentó que la de ingreso no fuera indispensable) e incluso ejemplificó diciendo algo como lo siguiente: “Si un profesor de historia ya probó sus conocimientos al ingreso ¿por qué tiene que refrendarlos con posterioridad?”. Por supuesto, entre risas socarronas y algunas burlas explícitas, quedó aislado. Aunque algún otro delegado se tomó la molestia de explicarle que los conocimientos había que actualizarlos y que quien no lo hacía quedaba rezagado y no estaba capacitado para impartir clases.
Han pasado muchos años. Y ahora, en 2019, en Hopelchén, Campeche, nuestro Presidente dijo en un mitin: “Nada de evaluación. Se supone que quien ya estudió en una normal y que da clases, ya está capacitado…”. Y dio a entender que la evaluación era “una humillación” para los profesores.
¿En qué curva de la historia se produjo ese vuelco en la llamada izquierda mexicana?
Profesor de la UNAM