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Entre la bruma de propuestas del próximo gobierno y de la Legislatura que ya se encuentra instalada, hay por lo menos una que me parece venturosa. Diferentes voceros de la coalición triunfadora han plateado despenalizar el aborto en toda la República y crear las condiciones para que las mujeres que recurran a ese expediente puedan hacerlo en las mejores condiciones sanitarias. Se trata de un tema que polariza, pero al que no es conveniente darle la espalda porque afecta a miles de mujeres todos los años y porque la experiencia en la Ciudad de México muestra que se puede atender de manera adecuada.
Gracias a los anticonceptivos, hoy el ejercicio de la sexualidad y la reproducción no son sinónimos. Pueden ser escindidos para bien de las personas y las parejas. Se requiere, eso sí, información y accesibilidad a los mismos. De poco sirve la información si los anticonceptivos no se encuentran a la mano; y si éstos son asequibles y no se ha informado lo suficiente es probable que muchos no recurran a ellos. Es necesario entonces intensificar las campañas educativas y hacer posible su acceso. Se trata de una de las revoluciones más enfáticas y liberadoras del género humano: aquella que permite el disfrute de una sexualidad más libre y decidir sobre la descendencia (o no), sus tiempos y número. La mejor fórmula para prevenir embarazos y abortos.
A pesar de ello, muchas mujeres viven embarazos no deseados, que pueden ser fruto del descuido, la desinformación o hasta de aberrantes violaciones. La pregunta crucial en esos casos es si ellas tienen derecho a decidir sobre el desenlace de esos embarazos y cuál debe ser la actitud de las instituciones del Estado. Y más allá de lo que cada uno piense, lo cierto es que miles de mujeres optan por interrumpir su embarazo y lo hacen, en muchas ocasiones, en las peores condiciones sanitarias y con “la espada de Damocles” pendiendo sobre sus cabezas y las de quienes las auxilian porque se considera que esa interrupción es un delito. Es decir, la penalización no acaba con esa práctica y sí abre la puerta para que en ese trance las mujeres arriesguen su salud, libertad y vida.
Las mujeres deben tener el derecho a decidir sin que el Estado, la Iglesia, o cualquier otra entidad se interpongan en su decisión. No se debe obligar a una mujer a tener hijos no deseados. Nadie acude a ese expediente por gusto, sino por necesidad. Se trata de un recurso ciertamente extremo (no es un anticonceptivo) visto desde una perspectiva individual, pero que dada su magnitud representa un problema de salud pública. Y hacer llamados para exorcizarlo no es más que un autoengaño que evita asumirlo como lo que es: un recurso al que acuden miles de mujeres. (Por supuesto, sobra decirlo, aquellas que no deseen abortar, no lo harán). Es un auténtico y peliagudo asunto de conciencia.
La experiencia en la Ciudad de México es quizá el mejor ejemplo para apreciar las ventajas de una legislación que permite la interrupción legal del embarazo durante las primeras doce semanas de gestación. La página de la Secretaría de Salud de la ciudad informa que de 2007 a octubre de 2018 se han realizado 203 mil interrupciones legales del embarazo. La inmensa mayoría a mujeres residentes en la Ciudad de México (142 mil), pero se han atendido casos de todos los estados de la República. La mayoría han sido jóvenes entre 18 y 24 años (46.6%) y entre 25 y 29 (22.9%), aunque también niñas entre los 11 y los 14 años (0.7%). La mayoría eran solteras (53.7%), en segundo lugar, las que vivían en unión libre (28.7%) y en tercero las casadas (12.4%). El 31.4% tenía hijos y el 21.3% no, del resto no hay información. Todas ellas fueron atendidas como lo que eran: mujeres en un trance difícil y no como delincuentes. Contaron con atención médica y con el amparo de la ley. No se tuvieron que poner en manos de charlatanes, ni arriesgar su vida, ni esconderse. No sería justificable entonces la política del avestruz u ocultarse tras prejuicios que nada resuelven.
Aclaración: Circula en redes un artículo titulado ¿Dónde está el piloto? como si fuera mío. No lo es. El autor original tomó una frase mía y la colocó como epígrafe. Pero un vivales suprimió su nombre y el epígrafe y quedó mi nombre como si fuera el autor. Quien desee conocer mis opiniones puede asomarse a EL UNIVERSAL los martes.
Profesor de la UNAM