Trump en Estados Unidos, Duterte en Filipinas, Bolsonaro en Brasil. Países marcadamente diferentes y liderazgos que se emparentan: misóginos, racistas, autoritarios (dictatoriales), homofóbicos y antiilustrados. Personalidades que abominan de las mediaciones que se construyen en los regímenes democráticos, que confunden su voluntad con la voluntad popular, cuyos adversarios son vistos como la encarnación del mal, capaces de construir y expandir “verdades alternativas”, es decir, flagrantes mentiras, y además impregnados de un potente sentimiento anticientífico (por ejemplo: el cambio climático —dice nuestro vecino— es una invención).
En sí mismos son preocupantes. Pero resulta mucho más alarmante que logren conectar y representar a millones de sus conciudadanos. Sin ese apoyo serían figuras excéntricas, marginales, incluso anodinas. No obstante, son o serán los presidentes de importantes países y expresan y personifican las pulsiones que están modelando los ambientes anímicos e intelectuales en muy diversas latitudes. Esos liderazgos, además, parecen expansivos, contagiosos y están poniendo a la defensiva lo mucho o poco de lo construido en términos de una cierta convivencia civilizada.
Muchos son los nutrientes del ascenso de esas figuras carismáticas y ostensiblemente ominosas: el malestar con los sujetos e instituciones que hacen posible la democracia (políticos, partidos, congresos, gobiernos), los fenómenos de corrupción reiterados, el discurso antipolítico, las expectativas no cumplidas de amplias capas de la población, las desigualdades de todo tipo que obstaculizan una mínima cohesión social, los errores de sus adversarios, los flujos migratorios que son convertidos en chivos expiatorios de los males que sacuden a los habitantes “originarios”, las pulsiones identitarias excluyentes y sígale usted.
Pero quiero destacar una más que, a falta de una mejor denominación, llamaría la derrota de la ilustración. Se trata de la edificación de un espacio público plagado de charlatanería que limita la deliberación informada. Recordemos como en una estampita de las que vendían en las escuelas: la ilustración intentó colocar a la razón como guía del quehacer humano. Una razón asentada en los descubrimientos de la ciencia que ayudara al esclarecimiento de las “cosas”. Que apostaba a la educación para remover prejuicios, supercherías y todo tipo de consejas mentecatas. Y que por supuesto, nunca pudo realizarse del todo.
Pero una cosa es no lograr jamás un triunfo decisivo y otra muy distinta ver al aliento ilustrado en retirada, contra las cuerdas, en flagrante minoría. Los regímenes democráticos parecen reproducirse en una atmósfera singular y preocupante: una nube de prejuicios bien arraigados que se alimentan con un debate donde priva la simplicidad y se destierra la complejidad. Donde la emoción impera (“siento que”) y acorrala a la razón (“pienso que”), donde engañifas de todo tipo son equiparadas con los conocimientos especializados, donde los dictados ocurrentes corren con mejor suerte que la deliberación instruida, donde verdad, mentira y posverdad (que no es más que una máscara de la penúltima) se confunden. Un teatro audiovisual sobrecargado en donde resulta cada vez más declinante la influencia de la letra escrita, una jerarquización de los asuntos públicos marcada por las rutinas del espectáculo (una boda en el centro de la atención mientras la discusión del presupuesto jamás adquiere visibilidad pública, y solo es un ejemplo), una sociedad aniñada, caprichosa, narcisista proclive a la indignación moral sin comprensión ninguna del auténtico embrollo de las relaciones sociales.
Y en esa vorágine, la escuela insuficiente, cuando más se le requeriría, pasó de ser estratégica a marginal y exigua en los procesos de socialización; y los medios y las redes con famélica reflexión ilustrada (excepciones aparte) y asimilados a los códigos del entretenimiento. De tal suerte que no parece sencillo salir del laberinto. Salvo…
Profesor de la UNAM